domingo, 22 de febrero de 2009

CALLE DE MI CALLE


Un pintor suizo famoso soñaba con integrarse de manera plena a su pueblo. A veces yo también sueño con ser una calle más de este pueblo llamado Comitán.
El universo, decía el artista, es un todo y la montaña nevada no es más ni menos que yo.
Cuando estudiaba en la preparatoria (en el edificio que ahora ocupa el Centro Cultural Rosario Castellanos) mis amigos me invitaban a ir a los ranchos. Yo veía la emoción en ellos cuando hacían los preparativos. Debo confesar que en mí no brillaba esa flama. Me gustaba compartir momentos con mis compas, pero nunca deseé con fervor esas idas a los ranchos. Como no sé nadar debía quedarme a la orilla de las pozas o de los ríos o, de vez en vez, meterme adentro de una cámara de llanta de tractor (aún hoy que la escribo, la imagen me sigue pareciendo absurda). En lugar de que me rodeara el agua clara algo como una boa negra me constreñía el espíritu y el cuerpo.
Sobre todo en Semana Santa me gustaba quedarme. A veces, Javier también hacía lo mismo que yo y juntos recorríamos esas calles desiertas. Nos sentábamos en la banqueta de su casa y mirábamos cómo el tiempo abría los ojos sólo para volverlos a cerrar en una modorra sin pausa.
El artista suizo pintó los Alpes sin descanso, caminó sin tregua cada uno de los valles para captar la esencia de su país, para integrarse, para volverse parte de la nieve, del sol esquiando sobre ese blanco eterno.
Como mis compas insistían en que los acompañara, yo hacía una trampa. Un mes antes le pedía a mi papá, de favor, que ¡no me diera permiso! Cuando ellos llegaban a suplicar a mi papá para que me dejara ir, mi papá se ponía en su papel y decía que estaba yo castigado, que tal vez para la otra. Mis compas salían tristes de la casa y yo trataba de poner la misma cara de frustración de ellos. Un segundo después ellos recuperaban su emoción al preparar la ida y yo, por dentro, también recuperaba mi pueblo.
Cuando mis compas regresaban, el muestrario de aventuras se exponía ante nuestros ojos. Javier y yo no teníamos mucho que contar. ¿Qué puede contar un hombre de un pueblo cuyas calles están vacías, cuyos balcones siempre están cerrados? ¿Qué decir cuando, sólo de vez en vez, pasaba un carro y las mujeres caminaban enlutadas sin hacer ruido al dirigirse al templo? ¿Qué de emoción puede tener pasar por el frente del templo y mirar las imágenes cubiertas con un manto morado?
El artista suizo caminó solo esas veredas interminables.
Mis compas nos relataban mil aventuras extraordinarias, lamentando el regreso al pueblo. Si por ellos hubiera sido se estarían más tiempo en el rancho. Javier y yo no teníamos nada que contar. Tal vez nos daba pena decir que, sentados en la calle, nos habíamos quedado en el pueblo para volvernos un poco esa banqueta, esa calle, ese balcón de Comitán.