miércoles, 11 de febrero de 2009

LA LUZ DE LOS CAMINOS


En memoria de José Bermúdez Macal, afecto de toda mi vida,
y con un abrazo para Queta, José Rodrigo, César y Quetita.



Hubo una vez un hombre que nació en Comitán y fue a vivir a Puebla. Vivía feliz en aquella ciudad, para lograrlo colocaba diques a las aguas del pasado. Cuando algún aire de nostalgia por su pueblo natal quería posarse en su árbol, él podaba las ramas en intento de exorcismo.
En cierto instante el cielo de Comitán pareció desvanecerse de sus cielos, pero ¿de veras es posible cancelar la tierra, los muros, las plazas y la gente que amarraron los primeros nudos? ¿Es posible prender fuego a los barquitos de papel dispuestos para navegar los ríos de la infancia? ¿No zozobran estos barcos en otros cauces?
Hace una semana fui a Puebla. Todo hubiera querido en esta vida, menos realizar ese viaje donde asistí al entierro de ese hombre que era parte fundamental de mi vida. Como él era un gurú, un hombre excepcional, se preparó a conciencia para la muerte, pero los que nos quedamos no tuvimos la preparación para, de pronto, pinchar la burbuja asfixiante de su ausencia física. Los hombres somos posesivos; a veces no entendemos que somos espíritu y nuestro destino no es territorio para estar con los pies en la tierra.
Pero como él conocía nuestra fragilidad no sólo abrió sus alas, también untó aceite en cada una de nuestras plumas.
Él siempre me dijo que si al despertar yo oía el jolgorio de los pájaros ¡la vida continuaba! Me bastó llegar al panteón y acercarme a un árbol para sentir sus manos sobre mi corazón.
Cuando regresamos a casa me enteré que Pepe, mi afecto, había hecho un pedido especial: Que colocaran adentro del cajón la pequeña imagen de San Caralampio que tenía sobre un mueble de su casa poblana.
Ahí entendí. Por decisión su cuerpo fue enterrado en Puebla pero se hizo acompañar con una nube comiteca.
Cuando un árbol es enorme pareciera que sólo tumbándolo es posible hacer que cambie de lugar. Pero hay hombres que son árboles inmensos y sueñan con tener alas y sueñan tanto que un día sus raíces abandonan la tierra donde crecieron ¡y vuelan! Dado que los hombres comunes no están acostumbrados a ver árboles hombres volar sobres sus cabezas, los hombres árboles vuelan cuando el sol duerme. Los neófitos suponen que estos hombres poseen sistemas de sonar como si fueran murciélagos, sólo los iniciados saben que un faro divino los guía en su vuelo.
Pepe fue un hombre árbol enormísimo. Ahora pienso que en su casa, por las noches, cuando ya su cuota de felicidad poblana lo había rebasado, él se sentaba, ponía un disco de treinta y tres revoluciones en su viejo tocadiscos, escuchaba marimba, veía la breve figura del santo más amado de Comitán y algo de su pueblo natal se enredaba en su corazón. Ahora pienso que la túnica de San Caralampio lo cubre en su viaje hacia una Ítaca inmensurable. Ahora entiendo que el destino de Pepe fue ser hombre árbol con vocación de vuelo. El día que murió no hizo más que reafirmar su destino: su ansia de ser ave, cielo.