miércoles, 18 de febrero de 2009

TODO DEPENDE DEL COLOR DE LA JAULA DESDE DONDE SE MIRA



Voy seguido a La Trinitaria, un pueblo que antes tenía un nombre bello: Zapaluta. Voy a comprar caramelos de miel. La Trinitaria es uno de esos pueblos en donde, como dice el escritor centroamericano Carlos Cortés, “no pasa nada desde el big bang”. Precisamente por esto me gusta ir. Ahí el sol estira sus pies como si se acostara sobre una hamaca tejida con nubes.
En ese pueblo existe un zoológico pequeño. Algunos comitecos dicen: “¿Qué tal? Sólo eso nos faltaba, que los de Trinitaria nos ganaran”. Lo dicen como si los habitantes de Trinitaria hubieran alcanzado un desarrollo de primer mundo; lo dicen con cierto resabio de envidia, como si los comitecos nos hubiéramos quedado rezagados.
El otro día entré a ese espacio. El entorno es mágico, hay árboles inmensos en la orilla de un riachuelo sin alas. Los árboles se han vuelto sabios de tanto oír las historias que cuenta el arroyo. Un hombre me cobró la entrada, a cambio de mis monedas no recibí ningún papel. El hombre me advirtió que no encontraría fauna espectacular, “son animalitos de la región: monos, loros, venados, tortugas y cocodrilos”. Ante esta advertencia me sorprendí al hallar un avestruz. “Eran tres ejemplares -dijo el encargado- pero ya se murieron dos”. Me acerqué a la malla de alambre, que parece a punto de derrumbe, y miré el animal. Nunca había estado tan cerca de uno de estos animales que quién sabe cuál es su tierra originaria. El animal me vio, se echó sobre el suelo y, en movimiento de péndulo frenético, llevó su largo cuello hacia ambos extremos de su cuerpo. El animal golpeaba su cabeza contra su cuerpo como si fuera un badajo, una vez en su costado izquierdo y luego hacia su costado derecho. ¿Qué me decía ese animal que se golpeaba de manera cíclica y frenética? ¿Era un movimiento natural o una actitud propiciada por el encierro permanente de un animal que, sin duda, en libertad corre por campos extensos?
El ayuntamiento de La Trinitaria debe destinar una buena cantidad de dinero en el sostenimiento de ese espacio creado, supongo, con intenciones pedagógicas, de recreación y como atractivo turístico. Después que pagué, estuve a punto de reclamar el boleto a cambio de mi dinero, pero luego vi al hombre un poco también como enjaulado en ese espacio y ya no dije nada.
Después de la jaula del avestruz pasé a una donde, al principio no vi nada. En el centro estaba un árbol seco, busqué por sus ramas para ver si por ahí hallaba algo con alas, pero las ramas estaban vacías. Busqué en el suelo y vi una cadena que salía del tronco. Al final de la cadena estaba un monito, echo bola, escarbando. ¿A quién se le ocurrió encerrar a un chango adentro de una jaula y, como si ese encierro no fuera suficiente, encadenarlo?
Como ya dije antes creo que este espacio lo crearon con intenciones positivas, pero, tal como lo vi ese día, ahora es un espacio triste, muy triste.
Tal vez ese chango es un animal travieso, desmadroso, pero no creo que sea justo que esté encadenado.
Cuando, de niño, iba al circo, descubrí que algo extraño ocurría en mi interior. Cada vez que los payasos salían a hacer sus payasadas al centro de la pista veía cómo los demás niños reían mientras yo sentía una piedra atorada en mi garganta y en mi corazón. Lo mismo pasaba cuando miraba a los perritos vestidos con faldas trepando sobre cuerdas o saltando por aros. Nunca pensé que eso fuera bueno para esos animales, siempre vi falsas esas sonrisas absurdas y gigantescas sobre las caras empanizadas de los payasos.
Cuando salí del zoológico llevaba una enorme piedra en la bolsa de mi corazón. Ahora, sé que cada vez que vaya a La Trinitaria, me sentaré en la plaza frente al templo, cerraré los ojos y miraré al changuito encadenado, rascando sobre el suelo, buscando la nube que alguien le robó.