miércoles, 9 de junio de 2010

TODO POR ARTE AL AMOR



“¡Te odio, cabrón!”, me dijo. Me dijo más. Yo hice silencio porque consideré gratuito su reclamo. Cuando comenzamos la relación le advertí que era escritor. Y todo escritor, por más modesto que sea, quiere ser un Joyce o un Cortázar, porque estos compas bendijeron los nombres de sus mujeres al colocarlos en un texto. Basta leer una carta de Joyce a Nora Barnacle para darse cuenta de cómo lo íntimo se convierte en una luz pública que ilumina las calles oscuras de los trasnochados. ¿Hubo algún reclamo por parte de Nora hacia James? ¿Lo embarró de salsa “cátsup” como ella me embarró?
Los escritores famosos inmortalizan a sus amadas. Sé que no soy ningún Günter Grass ni un Julio Cortázar, pero ella tampoco es ninguna Aurora Bernárdez, por ejemplo. Su actitud lo demuestra. ¿Le molestó que contara lo del rancho, lo de la miel en el dedo o lo del camino de agua sobre su espalda?
Hace tiempo, en un cuarto de su rancho (que queda a orilla de la carretera a Pujiltic, por el camino de Tzimol) quise tomarle una foto para subirla a mi blog. “Ni lo intentes”, dijo y con una mano se cubrió los pechos y con la otra su pubis. Tres o cuatro meses después se acomodó sobre el sofá, en pose de Maja Desnuda, y me pidió que la dibujara. Al final tomó el cuaderno, difuminó el rostro y dijo: “Subí el dibujo a tu página, nadie sabrá que soy yo”. Vi en el rostro, el de ella no el del dibujo, un gozo como cascada de agua; advertí un viento sosegado como después de tormenta. Esa tarde pensé que me autorizabas a escribir de vos, sobre vos; que me extendías tu mano para que juntos pasáramos los puentes de hamaca.
Comencé a dibujarte con palabras, siempre, lo sabés, lo hice con tu rostro difuminado. Porque tu rostro siempre tiene una luz de vitral, de trigo al atardecer. Lo hice porque, soñador al fin, quise que tus manos de agua tocaran el fuego de mis lectores. Que ellos, también, tuvieran el privilegio de tus madrugadas, de tu tierra con aroma a hierbabuena.
Por eso soy escaso, huraño. Por eso no me gusta sentarme en los cafés, por eso no me gusta estar expuesto a medio mundo. Expuesto a que ella pasara esa tarde, me viera, caminara hacia la mesa, me aventara la revista con el cuento donde la menciono, abriera la botella de cátsup y, sin verme a los ojos, la vaciara sobre mi camisa y parte del pantalón.
¿Qué hace un hombre en tal circunstancia? ¿Qué hace un escritor? ¿Baja la cabeza, siente que su rostro se pone más rojo que la salsa que empapa la camisa, se queda callado y piensa en las cataratas del Niágara, como lo hice yo?
Por esto, vuelvo a advertir a toda mujer que se acerque a mí: soy escritor. ¡Sigan de frente! Saluden desde lejos, alzando la mano. No me cuenten algo, guárdense todo. Hay millones de arquitectos, abogados, médicos, albañiles que no escriben. Éstos cuentan los actos íntimos en la mesa de cantina o de café, jamás, jamás los colocan en un texto escrito. Cuando me vean en el parque, en la oficina o en la calle, díganme siempre “Adiós”, jamás digan “Hasta luego” o “¿Cuándo nos vemos?”. Si alguien insiste en acercarse a mi mesa, queda advertida: ¡soy escritor! Mis textos son publicados en El Heraldo de Chiapas y yo mismo los subo a mi blog donde quedan expuestos a la vista de medio mundo. Tengo muy pocas camisas. Una mujer que me leyó la mano en Xalapa vaticinó que un día sería “ensalzado”, yo creí que por méritos literarios. ¡Miren en qué acabó la predicción!