miércoles, 14 de julio de 2010

CON AGUA DE MAR



Me preguntan por el espacio donde escribo. ¿Cómo es? ¿La mesa es de madera sencilla o de cedro? ¿Es un escritorio que está junto a una ventana o junto a un fogón? ¿Anoto ideas en algún cuaderno y luego las transcribo a la computadora? ¿Escribo de noche o al mediodía? ¿Necesito que alguien esté a mi lado o, por el contrario, prefiero la soledad?
Siempre respondo que no sé. Me quedan viendo como si yo fuera un inadaptado o un petulante. No soy ni lo uno ni lo otro. Soy igual que el espacio donde escribo: un lugar sin definición.
Admiro a los escritores que, como Ricardo Garibay, tienen cien estilográficas sobre su escritorio; o aquéllos que emplean un papel especial (siempre imagino canarios a aquéllos que escriben sobre “papel arroz”). Admiro a quienes tienen un horario definido; a quienes no pueden escribir si a su lado no tienen una taza de té o una pipa con tabaco sabor vainilla.
Hubo un tiempo en que sí tuve preferencia por las plumas fuentes. Bastó que yo manifestara mi preferencia para que mi madrina Cari me obsequiara una “Scheaffer” chapada en oro de l4 kilates. Desde el primer instante que la tuve entre manos supe que yo estaba predestinado a ese tipo de plumas, porque se amoldó como la crisálida sobre una rama (pucha, qué lugar tan común). ¡Volé, volé mucho! Pero un día, tal vez en alguna borrachera, perdí la pluma y cuando regresé a casa encontré encueradas a las gallinas de mi gallinero. Desde entonces no hubo posibilidad de sustituir a la tránsfuga y tuve que conformarme con una de esas desechables “que no saben fallar”.
Hubo un tiempo en que tuve preferencia por escribir en libretas de pasta gruesa forma francesa. ¡Ah, cómo las disfruté! Las personalicé con una pintura al óleo o con collages y las conservé, bien alineadas, en un librero de madera. En el lomo de cada una coloqué el número y el periodo que abarcaba. Una mañana, no sé bien a bien porqué, me dio el síndrome de Nerón (el Emperador, no el perro de la tía Eusebia) y quemé todas las libretas. Supe entonces que tampoco era cierto aquel principio latino que dice “el verbo vuela, lo escrito permanece”. Supe que también los escritos son efímeros, como el viento, como las nubes, como la vida misma.
Y desde entonces decidí no tener preferencias por algo. Escribo porque es mi sino, pero no me importa hacerlo caminando, sobre un tren, trepado sobre el lomo de un buey o a mitad de un sueño.
Si, como sucede ahora, tengo a la mano una computadora, hago uso de este chunche; pero cuando no tengo más que un pedazo de carbón y un trozo de banqueta, escribo sobre él y con un cincel lo separo, lo cargo y lo llevo a la puerta del destinatario. Cuando escribo un poema dejó el trozo de cemento al lado de la ventana de mi amada; cuando el textillo en cuestión es una petición para algún gobernante (por lo regular son asuntos que competen a mi pueblo) levanto el trozo y lo dejo sobre el mullido asiento donde acostumbra descansar el sujeto de mi reclamo o, cuando mi fuerza lo permite, lo aviento sobre el cristal de su oficina (solamente con la intención de llamar la atención).
Me preguntan por el espacio donde escribo. ¿Cómo es? Es un lugar donde el aire es un remo y la fragata ¡espalda del corazón!