lunes, 12 de julio de 2010

DE LOS NOMBRES CON DON




Pongámosle un nombre: ¡Ramón! Aun cuando Ramón es un nombre común digamos que el hombre es excepcional porque trabaja en una importante Secretaría Gubernamental, y con ello el nombre toma otra dimensión. No falta el Eugenio que se refiere a él como ¡Don Ramón!, porque Eugenio sí es un hombre común y lo deslumbra el destello que asoma en los ojos y en las actitudes de los “poderosos”.
Así pues, don Ramón se despierta, abre la ventana que da a la calle y oye los sonidos de la mañana: el hilo metálico del afilador; y las piedras en avalancha del que ofrece naranja fresca de Tabasco; del gasero que somata los cilindros sobre la camioneta; y de la jauría que va detrás de una perrita coqueta.
Si vemos bien, ninguno de los personajes que pasan frente a la casa de don Ramón o de la casa de Eugenio tiene diferencias con respecto de éstos. Los mismos perros no se diferencian mucho. A veces en el parque, Don Miguel o el Roberto han visto cómo, cuando pasa una muchacha bonita con pantalón entallado, la jauría de enfrente comienza a aullar y a babear. A veces, en esa jauría, Alfonso ha descubierto a Ramón que, por instantes, deja botado, quién sabe dónde, el Don.
Porque Enrique sabe que el Don no se lleva siempre. Por lo regular, Armando o Eleuterio y todos los demás nombres del mundo botan el Don ¡justo a la hora que se ponen el pijama! Digo, ¿quién es el mortal que duerme con esos corsés que son como títulos nobiliarios? Francisco juega a que posee el Don y mientras está detrás del escritorio de la oficina universitaria lo usa como si fuera una extensión de su corbata. Pero cuando el señor Vicerrector va a la cantina con sus compas, se olvida del Don y termina somatando la mesa de la cantina y dice incoherencias dictadas por la soberana borrachera que se carga. ¡Le brinca su “natural”!
Por esto, el Jaime y Don Miguel le dicen al Eugenio que no haga ídolos de barro. Don Miguel le recuerda al Eugenio a cada rato lo siguiente: “¿No mirás que todos estamos hechos de carne?”. El Jaime confirma: “¡Sobre todo la María!” (Una muchacha universitaria que a sus veintidós años tiene muy bien repartida su dotación cárnica).
Quitémosle el nombre de Ramón, dejémoslo encuerado de esa parte de personalidad jurídica. Lo dejemos sólo con el apellido paterno (para no meternos en enredos maternos). Apellidémosle Pérez, que es un apellido común que toma trascendencia sólo cuando el individuo ostenta un cargo político, por ejemplo.
¿Y el Don?, pregunta el Eugenio. Si se lo dejamos sonará a mentada cuando digamos: “Buenos días, Don Pérez”, por esto, las reglas de urbanidad dictan que cuando a alguien le quitamos el nombre también debemos eliminar el Don.
Así pues, en no más de dos o tres párrafos constatamos que es muy fácil eliminar el Don y hacerle caso a “Don” Miguel que siempre nos recuerda que los hombres, ¡todos!, estamos hechos de carne y no de barro.
Otra cosa es cuando al hombre lo despojamos de la carne y lo dejamos solamente con el espíritu. Dicen los sabios de La India y de otros lugares menos terrenales que entonces es cuando el hombre sí alcanza no el título de Don, sino la gracia del don. Dicen que esto, a final de cuentas, es lo que importa en la vida. Dicen.
Mientras tanto, Don Ramón, se despierta, abre la ventana, respira el aire que viene de El Sumidero o de los Lagos de Montebello, hincha sus pulmones y con ello hincha su ego porque piensa que el afilador silba por él; y jura que el tropel de ruidos son vítores por él, para él, porque es un hombre con Don.