sábado, 19 de diciembre de 2015

CARTA A MARIANA, CON AROMA A NAVIDAD




Querida Mariana: ¿Estamos obligados a dar un obsequio en navidad? Ahora está de moda “El intercambio de regalos”. Doña Martha me cuenta que es integrante de un grupo que, año con año, en una comida que organizan, y que incluye marimba y dos pajuelazos de tequila, intercambian presentes. Una semana antes, en una cena donde sirven tacos estilo tío Jul y panes compuestos, hacen un sorteo y a doña fulana le toca dar un regalo a doña sutana y a ésta le toca dar un regalo a doña mengana y así con todas las del grupo. Han llegado a un acuerdo: los regalos no deben tener un costo menor a cien pesos ni mayor de doscientos. Esto es así porque hubo una navidad en que doña merengana abrió el regalo y vio que era un llavero oxidado. Doña merengana hizo el coraje de su vida. ¿Qué necesidad? ¡Ninguna!, digo yo, pero el mundo está enredado en una carrera de consumo y nadie puede hacerse a un lado. Bueno, sí, algunos, como toreros, hacemos el pase y dejamos que el toro del consumismo consuma a los otros. Mis amigos y conocidos ya saben cómo soy y evitan agregarme a la relación de “Intercambio de regalos”, “Abrazos por compromiso”, “Cenas con copa de sidra” y “Frases hechas”.
¿Puedo hacer otra pregunta? La nochebuena es, como pregona la canción, ¿“Noche de paz, noche de amor”? Así debería ser, pero no es así. Estas épocas, lo sabemos, son épocas de exceso. Cuando voy a los supermercados con lo primero que me topo es con unas torres, casi tan grandes como dicen que era la Torre de Babel, enormes torres de cajas de ron, de brandy o de güisqui. Y hago la comparación con la Torre de Babel, porque, se sabe, que los constructores de la torre hablaban lenguas diferentes y no pudieron comprenderse. Algo semejante ocurre en la nochebuena, cuando los amigos, parientes y demás contertulios (ah, qué palabrita tan mamila) ya están con dos o tres tragos entre pecho y espalda, comienzan a desconocerse, como si hablaran idiomas diferentes, y la noche de paz y de amor puede terminar en noche de guerra y de odio. El muchacho, ya bolo, insiste con la muchacha bonita que le dé una prueba de amor. ¡Ay, por el amor de Dios! A la muchacha no le agrada la propuesta y rechaza al tipo, empujándolo; el tipo, como ya está butul de bolo, la toma del brazo y la jalonea; es el instante en que el papá de la muchacha bonita interviene, toma del brazo al impertinente y le da un empellón que lo envía al piso. En el trayecto en que la posición de pie se convierte en pecho a tierra, el borracho, con sus brazos, pasa a tirar una silla en la que, ¡oh, Señor!, está sentada doña Rubicunda, cuyo nombre reafirma la galanura de su cuerpo, cuerpo que, ¡San Caralampio bendito!, va a dar con todos sus cientos cincuenta y dos kilos al suelo. El esposo de doña Rubicunda se levanta y, en lugar de auxiliar a su esposa, quien con gritos y pujidos se queja, va en contra del joven impertinente, coloca ambas manos en el cuello de su camisa, lo jala hacia sí y, en un movimiento calculado que tiene más de ballet que de karate, suelta la mano derecha, la lleva hacia atrás y la impulsa contra la cara del pobre enamorado. Es en este instante en que dos o tres hombres, más conscientes, se levantan y tratan de poner orden, hacen lo imposible por regresar a la casa la imagen idílica de la noche de paz y amor que habían subido horas antes en el Facebook. El lenguaje del bolo se modifica, al principio del festejo es uno y, conforme el trago hace efecto, se transforma en otros muchos.
A mí (ya lo sabés) me choca esa categoría de los abrazos forzados. Entiendo que, empujado por la publicidad, todo mundo quiere ofrecer amor y lo hace a través de abrazos. Si de por sí soy escaso para esas manifestaciones de afecto, en esta temporada se agudiza mi aversión a abrazos de gente con la que, en términos generales, no tengo gran cercanía. Nunca falta (¡Padre, concédeme dos kilos de tolerancia!) el compañero de trabajo que asume debe darme un abrazo para decirme que me desea una feliz navidad. Todo el año, cuando pedí una mano, él me la negó, porque ya no “es hora de trabajo”, porque “no pagan horas extra” o porque (es su de por sí) evita cualquier acto que signifique “trabajo de más”. Y en navidad, con la misma cara que tiene Santa Clós, llega a mi oficina, abre los brazos desde la puerta y me lanza el “Feliz navidad”; camina hasta mi escritorio y espera (Dios mío) que yo deje de hacer mi trabajo, me ponga de pie y, de igual manera (eufórico y falso), yo abra mis brazos y le diga lo mismo. Desde una vez, niña bonita, a todo mundo le deseo feliz navidad, noches de paz, noches de amor, próspero año nuevo y mil bendiciones más. Sí, lo deseo de corazón. A nadie le deseo el mal, pero de esto a que tenga yo que estar soportando mil abrazos y besos que me recuerdan al de Judas ¡hay un mundo de diferencia!
Y, de veras, no soy el señor Scrooge, el protagonista del cuento navideño de Charles Dickens, que odiaba la navidad. ¡No! Soy un hombre que odia el afán mercantilista de la época y que odia la falsedad. Me gusta la navidad y tengo recuerdos muy gratos de ella. Me parece perfecto que el mundo tenga oportunidad de estrechar vínculos familiares. Muchos comitecos que radican fuera de su ciudad natal aprovechan esta temporada para regresar a su pueblo y comer palmito, escuchar marimba, beberse los cielos infinitos de Comitán y abrazar a sus seres queridos y amigos que acá viven. ¡Ah, qué bonito el abrazo sincero! ¡Qué deleznable el abrazo comprometido! Ahora, los ambientalistas recomiendan que el pashte y la lama no se extraigan de su entorno natural, pero es lindo ver un nacimiento con la lamita al derredor y el pashte colgando de alguna rama seca. Me gusta la tradición de montar nacimientos en las casas. En una esquina de la sala, el ingenio y el cariño hacen que de la nada aparezca una escenografía alucinante. Ya Raúl Trujillo dijo que es inadmisible el hecho de que el niño Jesús sea más grande que la rueda de la fortuna de plástico que muchos colocan en los nacimientos. ¡Ah, ese es el prodigio del pueblo! A veces, sin pensarlo, nos envían mensajes y señales divinas. A veces, en la vida (de acuerdo con mi tía Elena, quien es muy creyente, casi mocha) el poder del niño Jesús es tan grande que vence todas las adversidades representadas en la rueda de la fortuna. Los que siempre repiten lugares comunes a cada rato dicen que la vida es una rueda de la fortuna, porque a veces estás arriba o a veces estás abajo. Mi tía baja cada fin de semana al barrio de San Sebastián, le prende una veladora al Niñito Fundador y le pide que la batea de su rueda siempre esté arriba y, hasta el momento, el niño Jesús siempre le ha hecho el milagro, porque ella goza de armonía, vive en una casa bonita y la suerte le sonríe. Recuerdo cómo mi mamá, con un simple pedazo de espejo hacía un lago, con un poco de pintura azul pintaba los bordes y colocaba dos o tres patos de plástico; alrededor del espejo (¡del lago, señor, del lago!) colocaba franjas de lama y un tejido muy delicado de pahste, esto hacía que el lago se viera como un lago de Montebello. Encima de la lama, de manera cuidadosa, colocaba dos o tres figuras de venados de plástico que comían sal de venado de un árbol que mi mamá había hecho con cartón y pintado con pinturas acrílicas. ¡Ah, qué belleza de escenografía! Mientras tanto, yo le pegaba bolitas de algodón a las armazones (delicadas y pequeñas) que simulaban borreguitos. ¡Ah, porque eso sí, no puede haber un nacimiento que se precie de serlo sin la presencia de borreguitos! Muchos borreguitos que, sabemos, jamás serán barbacoa. Me gusta la navidad porque las casas se iluminan con arbolitos. Recuerdo con mucho cariño a doña Esperancita Solís de Pulido, quien, año con año, reunía a los niños del vecindario y de su familia, para que ensayaran una pastorela que era representada en el patio central de su casa. La tarde de representación, pastores, diablos, vírgenes, santos y uno que otro animal corrían nerviosos por los corredores. Los papás, sentados en sillas de madera, esperaban el momento de la actuación de sus hijos. Ahí estaba sintetizada la convivencia familiar que propicia esta temporada. Al término de la representación los niños mostraban una cara feliz (no era necesario saber si estaban nominados para recibir el Óscar) y tomaban ponche. Los grandes bromeaban, detrás de una mesa, una señora decía: “Acá, yo sirvo el ponche”, y, al lado, un señor con sonrisa pícara decía: “Acá, yo doy el piquete”. Había un juego en el lenguaje, hablaban el mismo lenguaje. Por esto todo mundo lo entendía. A veces dicen que nadie es indispensable. Mentira, mentira. Cuando murió doña Esperancita la tradición se perdió. Extrañamos a doña Esperancita, siempre, más en esta temporada.

Posdata: ¿Estamos obligados a dar un regalo en navidad? Pues los niños esperan con emoción la llegada de Santa Clós o, como antes le decíamos acá en Comitán, el Viejito de la Nochebuena. Vos y yo, siempre, hemos insistido en que al paquete de juguetes, los papás y mamás incluyan un libro, un libro infantil con muchas ilustraciones. Aprovechemos esta temporada en que muchos ángeles aparecen en las pastorelas y demos alas a los niños a través de la lectura, a través de la imaginación. Acá en Comitán tenemos la librería “La proveedora cultural” que ha estado con nosotros más de sesenta años y la Librería Lalilu que apenas cumplirá un año, pero que se ha significado como un espacio maravilloso de fomento de artes y de lectura.