miércoles, 2 de diciembre de 2015

UN HOMENAJE A LOS MIRADORES DE CASAS




El mundo debería crear una agrupación denominada “Enamorados Anónimos”. Miles y miles de adolescentes pasarían a formar parte de tal asociación. Muchos no lo aceptan, pero, la mayoría de humanos ha tenido los síntomas que padecen los enamorados anónimos. Como en el caso de los alcohólicos el enamoramiento es una dolencia progresiva. No sé si el lector ha conocido a un amigo, vecino o compañero de trabajo que acusa los síntomas. ¡Ah, pobre tipo! Poco a poco su piel se vuelve como capa de cebolla: traslúcida. Sus ojos se convierten en lentes que, en lugar de servir para ver el exterior, dejan ver el interior. No es difícil acercarse y, como en un pozo, ver el espíritu del enamorado, un espíritu que se asemeja a una mina de esas de Simojovel que conserva ámbar (sólo que en el caso referido no existe alguna piedra valiosa). Si un espeleólogo pudiera internarse en el fondo de ese amigo encontraría, en lugar de corazón, que bombea sangre y bambolea vida, un trozo de carbón.
Y la agrupación debería llamarse Enamorados Anónimos, porque sus potenciales integrantes serían quienes viven su enamoramiento en el anonimato; eso que los clásicos denominaban “Amor Platónico”; es decir, un amor irrealizable.
El domingo pasado fue cumpleaños de Rosy Guillén, comiteca que hoy radica en Tuxtla. En el instante que el Facebook me recordó tal fecha, mi memoria (para no quedarse atrás de este chunche tecnológico) me recordó, asimismo, que Rosy fue una niña encantadora que, cuando estudió la secundaria (sí, a edad muy temprana) era una niña muy perseguida por amigos de mi generación (Rosy es mucho más joven que yo). Los preparatorianos la veían como una muchacha bonita codiciable, porque ella (eran tiempos de minifaldas y chunches sugerentes) era bella. No podría decir que era la niña más bonita del pueblo, pero (recordemos, con respeto, a Navokob y a su Lolita) las muchachas con “feeling” no necesariamente son las más bonitas de un grupo. Hay algo que es como un toque divino que las hace distinguirse, incluso, por encima de quienes obtienen diez en la pasarela. Rosy tenía ese feeling, era una niña que no podía pasar desapercibida en este pueblo que (todo mundo lo dice y reconoce) se ha hecho famoso por la belleza de sus mujeres. Ella cancelaba esa máxima que dice que “en gustos se rompen géneros”, ella rompía el género porque ¡gustaba a todos!
Bueno, ¿a qué viene todo este cuento? Viene a que una tarde (en los lejanos años setenta del siglo pasado) caminaba por el barrio de San Sebastián, por la calle donde estaba la casa de Rosy y me topé con Agustín, quien era mi compañero en la prepa. Cuando le pregunté qué hacía noté que titubeaba, no insistí. Seguí mi camino hacia la casa de Moncho. Dos días después volví a toparme con Agustín, volvió a titubear (en esta ocasión se puso rojo y evitó mirarme). El trayecto frecuente hacia casa de Moncho se convirtió en algo interesante, porque no sólo me topaba con Agustín, sino también con Pedro (quien, de igual manera, estudiaba en la preparatoria, en el primer grado). Una tarde me quedé en la esquina y desde ahí vi aparecer a Agustín, caminó diez o quince metros sobre la banqueta, siempre viendo hacia la casa de Rosy que estaba en la banqueta paralela; luego, como si se olvidara de algo, se volvió y recorrió el camino ya andado, siempre viendo a la casa de Rosy. ¡Supe qué hacía! Ah, no lo sabría yo que hacía lo mismo en la calle donde estaba la casa de la niña de la que estaba enamorado. Entonces deduje que no sólo Agustín estaba en ese estado de indefensión, sino también Pedro. Yo, casi casi detective privado, había descubierto que ambos pasaban por la calle viendo hacia las ventanas. Cuando encaré a Agustín y le dije que sabía todo, él abrió su corazón y me dijo que sí, que estaba enamorado de Rosy. ¡Cómo no! Ya lo dije, medio mundo de Comitán estaba enamorado de Rosy. Miguel (amigo mío que falleció hace tiempo) anduvo cortejándola. Recuerdo a ambos en la rotonda del parque central, donde estaba la estatua de Belisario Domínguez, Rosy jugando con un cinturón metálico que le ceñía la escultural cintura y Miguel tratando de contar algo simpático. Ella vestía una minifalda que dejaba apreciar sus piernas.
Pero, ¿qué hacer en el caso dramático de Pedro y Agustín? ¿Qué hacer si este par de inútiles sólo se conformaba con verla de lejos, con caminar por su calle y ver su casa? La mayor dicha de Agustín (así me lo confesó) era coincidir con la salida de ella. Era el culmen de la emoción ver que la puerta de su casa se abría para dar paso a Rosy, era (decía el cursi de Agustín) como si el sol apareciera por detrás de la montaña del Junchavín.
Para espíritus como los de Agustín, Pedro y miles y miles de hombres más, debería crearse la agrupación de “Enamorados Anónimos”.
Desde esos tiempos he sido un convencido de que somos las casas que habitamos. Agustín y Pedro, a media noche, caminaban por la calle de la muchacha amada y, frente a la casa, prendían un cigarro, recargaban un pie en la pared de la casa del frente y se dedicaban a fumar, a ver la ventana de la recámara de la chica en cuestión y, por ratos, a entrecerrar los ojos, para imaginarla en su cama. Imaginaban (así me lo contaba Agustín) el instante en que se desvestía y se colocaba su traje de dormir, que podía ser un pijama de lana o una batita transparente. La niña amada dormía a pierna suelta sin importarle quién, con los brazos cruzados y el cuello de la chamarra en alto, esperaba que terminara la llovizna afuera.
Tal vez por esto muchos hombres defienden el patrimonio histórico y rechazan modificaciones a las construcciones de los pueblos. Debe ser porque no les duele tanto el destrozo arquitectónico de las paredes y ventanas, sino lo que estas paredes y ventanas resguardan. El contexto histórico inmutable permite que el recuerdo siga inmodificable. Agustín era feliz viendo la ventana del cuarto de Rosy e imaginando que ahí, apenas detrás de esa ventana, estaba ella, su niña amada.
Estoy seguro que Rosy reconocía la polvareda que levantaba en muchos corazones, porque caminaba como una palomita de esas que son dueñas de las plazas del mundo, pero no sé si ella supo que dos o tres de esos corazones nunca se manifestaron en voz alta y siempre conservaron su secreto. Esos enamorados anónimos jamás tuvieron el arrojo de aventar una piedrecita en el cristal y, a la hora que ella abriera la ventana, levantar el brazo y ofrecer un mensaje o una rosa, ¡Dios mío!, algo que le hiciera saber a ella que la querían más que a sus propios sueños.
Estoy hablando de los años setenta, de un Comitán ya nebuloso. No sé si la casa de Rosy se mantiene sin cambios. De lo que estoy seguro es que Agustín y Pedro siguen con su recuerdo intocado.
Si la agrupación se formara, muchos (quienes ya hubiesen tocado fondo) acudirían en busca de ayuda, porque, se sabe, lo primero es reconocer que esa pasión está por encima de nuestras fuerzas, que nuestras vidas se han vuelto ingobernables y que sólo un poder superior podrá ayudarnos.
Los lectores que tienen “buen beber” en el amor no pueden saber los demonios que violentan el corazón de todos aquellos que se paran frente a la casa de la muchacha amada y nunca, ¡nunca!, se atreven a decirle que la aman. El otro día, Maricruz subió una foto de ella cuando tenía, no sé, tal vez catorce o quince años, y Jaime escribió: “Esa niña es de la que me enamoré”. A Maricruz no le quedó más que decir: “Cosas que uno se entera”. Maricruz, igual que Rosy, fue muy perseguida. Con ese escrito Jaime confesó ser del mismo grupo de Agustín y Pedro. ¡Ah, salud y larga vida para los miradores de casas!