domingo, 13 de diciembre de 2015

MAÑANITA GUADALUPANA



Lo decidí, en la mañana. A las ocho con treinta y dos minutos, del día sábado 12 de diciembre, decidí ir al parque central para leer. A veces me gusta leer sentado en una banca, al resguardo de una sombra de árbol. De vez en vez levanto la vista del libro y veo a las muchachas bonitas. Recordé cómo Quique preparaba la ida a su rancho. Yo no viajo mucho, a lo más que llego es al parque central de mi pueblo. El parque está a seis cuadras de mi casa. Por eso, no debo hacer muchos preparativos, como sí los hacía Quique. Quique elegía una lámpara de cazador; una escopeta; cobijas; tortas de pierna, compradas en la Lonchería Yuly y empacadas en papel estraza; un par de botas, también de cazador; y una caja con cartuchos para escopeta. Si uno no se alarma ante el peligro de tales cartuchos puede decir que son simpáticos. Los recuerdo de dos colores: amarillos y rojos, colocados sobre la mesa eran como torres con las que podía jugarse a formar ciudades del futuro (muchos años después, en la Ciudad de México, Jorge Ismael, un compañero universitario, me enseñaría un cartucho transparente que permitía ver los perdigones de su interior. Éstos eran aún más divertidos. Pero, se sabe, los cartuchos no son divertidos, al contrario).
El preparativo de mi viaje, la mañana del sábado, fue menos emocionante, pero más sencillo: me puse una chamarra y tomé un libro (el viernes compré en la Librería Lalilu “La vida privada de los árboles”, del escritor chileno Alejandro Zambra). Dije: “Ahora vuelvo” y salí a la calle. Calle llena de basura (los desechos de los antorchistas); calle llena de camiones, igual de sucios (camiones con las plataformas llenas de colchas y ropa y de dos o tres que no podían definirse como bellas durmientes, porque tenían las monteras propias de medusas trasnochadas). Torcí a la derecha y ahí me topé con decenas de grupos de personas con los rostros ahumados y cantando, de manera desafinada: “María, María, María, / María, la madre de Dios…” Una muchacha, también con el rostro ahumado, me puso la antorcha, casi casi como si yo fuese San Juan Diego. Sentí el calor, no de la muchacha, sino de la antorcha. Debí moverme hacia atrás, pero ahí sentí un calor similar, no en mis mejillas sino en mis cachetes posteriores, vi y vi que era un anafre donde una mujer tenía elotes asados. La mujer no advirtió mi temor, sino que vio en mí a un potencial comprador y me ofreció un elote: “Están bien tiernitos, patrón”. Seguí caminando, casi como si estuviese en medio de jugadores de un equipo contrincante, ellos, con teas, insistían en repegarse a mí para, una: mancharme la ropa con el hollín de las suyas; o dos: quemarme las pestañas (tan escasas) con sus antorchas. Entendí que era un jugador solitario, porque todos, todos, entiéndase bien, pertenecían al mismo equipo, así me lo señalaba el uniforme todo sucio, pero con la imagen de la guadalupana al frente. Invoqué a la virgen y la escuché decir: “Hijo mío, el más pequeño. Nada te asuste, nada te altere…”, así que, como si fuese un jugador de fútbol americano, logré llegar a la yarda final, ahí donde me encontré lejos de las avalanchas humanas, pero me topé con ríos de orines. Como si fuese un matemático experto hice una ecuación mínima: cientos y cientos de antorchistas exigen “desvaciar” sus vejigas (para no quedar como un mentiroso, un niño, parado sobre la banqueta, al lado de un puesto de churros, con el pantalón a la mitad de sus muslos, se agarraba su pene, con ambas manos, y orinaba, casi casi con la misma tranquilidad como si estuviese en el baño de su casa o en un descampado). Al término de la bajada me topé con un camión enorme (proveniente de Oaxaca) que intentaba dar vuelta, mas lo estrecho de las calles lo metió en un embudo, su chofer tardó más de diez minutos en librar el obstáculo, se hacía para adelante diez centímetros y luego recorría la misma distancia pero en sentido inverso. El chofer sudaba, se llevaba la mano derecha a la frente y se secaba y luego continuaba con la operación de dar vuelta al volante, una y mil veces. ¿Por qué me quedé viendo eso? Porque no podía aventurarme a ir más allá. El camión (ya lo dije) con su trompa, casi besaba la casa de la esquina y hacía lo mismo con la parte trasera. Pasar por ahí significaba correr a toda velocidad para salvar el escollo y mis cincuenta y nueve años de edad y mi falta de pericia, así como la poca condición física que poseo, auguraba un fracaso total y quedar como pavo prensado, antes de nochebuena. Por fin, después de cien intentos, el chofer logró dar la vuelta. Hubo un espectador que aplaudió con emoción, casi casi como si presenciara un juego de fútbol y un jugador de Los Pumas hubiese anotado un gol. Yo, mientras cruzaba la calle, pensé en el problema que, en otra esquina, le esperaba al pobre chofer, a quien, los elementos de Vialidad, debieron haber prohibido entrar a las calles estrechas del centro. Lejos de los ríos de orines y de camiones atorados, me enfrenté a la subida. La pausa obligada permitió que tomara resuello suficiente y logré llegar hasta la cima. Ya en planito vislumbré el parque central que imaginé tranquilo, en oposición al parque de Guadalupe que estaba lleno de humo, de cohetes, de rodillas y manos sangrantes, de olores de aceites quemados y de más de diez bocinas que difundían una mezcla de música que iba desde villancicos navideños hasta la canción del taxi, pasando por un repetitivo sonsonete de Julión.
Respiré tranquilo. No lo hubiera hecho. Segundos después, conforme me acerqué al parque, escuché que la mezcla de sonidos era semejante. Acá no celebraban a la Guadalupana, acá simplemente trataban de atraer a los clientes con aguinaldo para que compraran ropa: en cada local comercial había un par de bocinas, acompañadas por dos o tres edecanes (estaban tan escuálidas que pensé eran antorchistas extraviadas). Los cantos y oraciones a la virgen habían sido trastocados en pregones similares al “Llévelo, llévelo”, “No se lleve una, no se lleve dos, a ver, dale otro, para que se lleve tres”.
Vi un taxi libre, le hice la parada y le pedí que me llevara a casa. Metí la llave, abrí, cerré la puerta y, una vez adentro, llevé el libro a mi pecho. Me hice la promesa de no volver a salir tan lejos. Para la próxima caminaré hasta la esquina y volveré.
Entendí por qué Quique se preparaba con tantos pertrechos para el viaje. Uno nunca sabe qué puede hallar en la selva.
Me senté en el único sillón que tenemos en la sala, abrí el libro y leí. No pude evitar comparar esta novelilla con la que leí el jueves, del mismo autor: Alejandro Zambra. Concluí que “Bonsái” sí es una buena propuesta. Ésta es flojona. Tal vez, Alejandro la escribió una tarde en que había mucha bulla y cohetería en su calle.