jueves, 31 de diciembre de 2015

SOLA EN CASA




La tía Ramona prendía una veladora todas las tardes. A las seis, en punto, entraba al oratorio y prendía una veladora que dejaba frente a la imagen de San Ramón. Le pedía al santo que su hijo Alfredo no saliera con sus amigos. La Pigosa (que es la perrita de la casa) no prende veladora alguna, pero diera su vida porque mi Paty o mi mamá no salieran de casa. Para la Pigo todos los días son despedida de fin de periodo vacacional.
La tía ponía la telenovela, pero no miraba la televisión, veía los movimientos de Alfredo. Si veía que éste entraba al baño y lo oía cantar alguna de Pedro Infante, sabía que se estaba engominando el cabello para salir. La tía temblaba cuando veía a su hijo entrar a su recámara porque sabía que se estaba poniendo la camisola negra, dispuesto a irse de juerga. Cuando escuchaba el silbido de los amigos desde la calle, a la tía la cogía un temblor de manos, iba al oratorio y, con la temblorina, soplaba y apagaba la veladora. “Me fallaste, Ramoncito”, decía, y se sentaba en el sillón que quedaba frente a la puerta para esperar el regreso del hijo, ya en la madrugada. A veces, San Ramón le hacía el milagro. Mi tía miraba que su hijo entraba a la recámara y cerraba la puerta; la tía caminaba en puntillas y acercaba el oído a la pared: escuchaba la radio. Era señal de que esa noche no saldría. La tía, entonces, sonreía, silbaba y cantaba las canciones de Pedro Infante o de Libertad Lamarque que sonaban en la radio. Entraba al oratorio y prendía una veladora más. “Por eso te quiero, Ramoncito”, decía y besaba la imagen del santo.
Siempre que mi Paty o mi mamá salen de casa, me acuerdo de la tía, porque la Pigo sufre lo mismo que sufría ella, o tal vez más. Cuando la Pigo ve que asoman las maletas en la sala ya sabe que alguien dejará la casa por varios días. Su inquietud inicia, va de un lado a otro de la casa, como buscando sosiego, un sosiego que no encuentra. Sube al sillón y desde ahí mueve sus orejas y está pendiente de cada movimiento. Así como la tía prendía la televisión pero no la veía, así la Pigo levanta la cabeza y está pendiente de todos los movimientos de los de casa, si ve movimientos de desplazamientos normales ella permanece inalterada, casi contenta diría yo, pero si advierte un movimiento extraño, como el de que alguien entre al baño, se lave los dientes, se peine, entre al cuarto, se ponga un suéter y tome un bolso, la perrita comienza a chillar. Chilla como si estuviese abandonada en el desierto y nadie, nadie, pudiera ofrecerle un parasol para calmar la inclemencia de los rayos.
Es como si estuviese en un puerto y presintiera que alguien subirá al barco que está a punto de zarpar. Mi Paty dice: “¿Qué sentirá?”. Yo meto mis manos a las bolsas del pantalón y digo que no sé. Pero veo que el animal sufre. Cuando subimos las maletas al auto, la perrita “llora”. Emite unos chillidos como de rata a la que la aplastaron la cola y no encuentra remedio a ese dolor.
Recuerdo que cuando, en los años setenta, me despedía de mis papás para ir a la Ciudad de México, lugar donde estudiaba, mi papá se quedaba en el umbral de la puerta y desde ahí me veía. Si yo volvía la mirada, miraba a través del cristal trasero del taxi que mi papá seguía ahí. ¿A qué hora se metía a la casa? Siempre pensé que en cuanto el taxi daba vuelta mi papá se metía, pero un día mi mamá dijo que no, mi papá se quedaba ahí por varios minutos, viendo la calle sin verla.
La Pigo sufre. Cuando mi mamá va a la calle, ella sufre, pero cuando mi Paty es quien sale de casa, ella sufre el doble. Sufre un dolor de perro (de perra, en este caso). ¿Qué siente? No lo sé, pero ella, igual que mi tía Ramona, sería feliz si nadie de casa la abandonara. Ahora sé que la mirada de mi papá era la misma mirada. Él hubiese deseado que yo no tuviera necesidad de abandonar la casa, de abandonarlos a ellos, aunque la ausencia fuera temporal.
Cuando mi mamá o mi Paty salen, la Pigo queda lamentándose, a veces se mete debajo de una mesa que está arrinconada, va hacia el rincón y se hace bolita, como si su desamparo encontrara refugio en ese lugar húmedo, oscuro y solitario. Como la ventana de la sala da al frente de la puerta de calle, la perrita sube a la parte alta del respaldo del sillón y se echa ahí. Queda como una esfinge a mitad del desierto.
Una tarde, la tía Ramona me contó que cuando Alfredo estaba en la preparatoria permitía que los amigos de él llegaran a su casa y tomaran en la sala, ella les preparaba botanitas y dejaba que usaran el tocadiscos para escuchar las canciones de Infante, Negrete y de Javier Solís. Alfredo y sus amigos tomaban hasta emborracharse. La tía ya tenía preparada dos recámaras con camas individuales para que los amigos durmieran ahí su borrachera. Ya los amigos sabían que no podían salir una vez que entraran a la casa, porque la tía, a las ocho de la noche ponía cadena y candado a la puerta de calle, para evitar que los muchachos se expusieran a los peligros del exterior. A la mañana siguiente, la tía se levantaba temprano, quitaba la cadena y preparaba los caldos y las cervezas heladas para ofrecerles a los muchachos. Pero un día, los muchachos dejaron de llegar y Alfredo comenzó a salir. A la tía no le quedó más que encomendarse al santo de su devoción. Pero, la mayoría de veces San Ramón no atendía sus peticiones. Cuando Alfredo salía, la tía estaba con el televisor prendido, pero no lo miraba, sus ojos estaban siempre en otra parte. Tal vez en la misma donde están los ojos de nuestra perrita cuando mi Paty o mi mamá la abandonan; la misma en donde estaban los ojos de mi papá.
La Pigo se queda mucho tiempo echada sobre el lomo del respaldo del sillón, ahí se está horas y horas, hasta que escucha que alguien mete la llave en la puerta de calle. Cuando ve que es alguna de ellas, se para y comienza a rascar el cristal de la ventana. Es como si prendiera otra veladora y cantara alguna canción de Infante o de Jorge Negrete. Baja al piso y rasca la puerta de la sala y cuando ella se abre se abalanza a las piernas de ellas y les da mil vueltas y mueve la cola y echa a correr por toda la casa, llega a la pared y, como si fuese campeón de natación, se impulsa y hace el recorrido contrario. Ya, ya, escucho que gritan mi mamá y mi Paty, pero yo pienso que está bien. Tantas horas de sufrimiento bien merecen un festejo atolondrado.
¿Qué siente la perrita cuando mi Paty sale de casa?
El Misha (que es el gato de la casa) no tiene estas reacciones, él, echado sobre un almohadón, apenas abre los ojos cuando alguien se va de casa y vuelve a hacer la misma operación cuando alguien regresa. Claro, si es hora de comida, baja y comienza a hacer zalamerías en las piernas de ellas.
Mi tía Ramona, sin duda, en una vida pasada fue una perrita. Por eso sufría cada vez que Alfredo salía de casa. De igual manera que la Pigo sufre cuando mi Paty o mi mamá abandonan la casa. ¿Por qué sé esto? Porque yo siempre estoy en casa. Cuando, eventualmente, salgo, el Misha sigue durmiendo y la Pigo se contagia, porque no le da el mal de la tía Ramona. Por algo será.
El periodo vacacional concluye. Muchas personas regresarán a los lugares donde radican, abandonarán las casas donde crecieron, dejarán a sus papás. ¿Qué sienten los que se van? ¿Qué sienten los que se quedan? ¿Quién se sienta en el sillón frente a la puerta y espera, con ansias, el retorno del que se va?