sábado, 5 de diciembre de 2015

CARTA A MARIANA, DONDE SE DICE QUE “LA VIDA ES ASÍ”




Querida Mariana: En los últimos días he escuchado la frase: “La vida es así”. Recientemente falleció Mauricio. Cuando lamenté la muerte del talentoso joven y dije que la vida era ingrata, un amigo me dijo: “La vida es así”.
La tía Eusebia decía que la vida era como un grano de sal, había que tomarla grano por grano para que supiera bien, tomarla a puños podía hacer que vomitáramos.
“La vida es así”. Esta sentencia indica que no hay manera de desviar el destino. Entiendo que hay caminos que no pueden modificarse, porque están trazados por fuerzas superiores. El día que tiembla y las casas se caen y la gente muere ¡es imposible modificar destinos! Sé de casos donde alguien está en la playa y, de pronto, cae un rayo sobre él y lo mata. ¿Qué hacer ante esto? Cuando acontece un suceso semejante es cuando aparece la sentencia: “La vida es así”; es decir, no puede hacerse algo para evitarlo.
Pero, ¿de veras la vida es así? Cuando fui niño ¡la vida no era así! Ahora que estoy viejo sé que “la vida siempre ha sido así”, pero en ese tiempo (no sé por qué), la vida tenía un rostro más amable. Sin duda que cuando fui niño hubo muertes lamentables, muertes de niños y jóvenes que, según la lógica, no debieron fallecer, pero yo nunca me enteré, porque la vida no era así. La vida, en esos años luminosos, era como una cinta de luz; una cinta de luz que todo mundo llevaba atada en la frente. La vida era algo cercano, tibio. La vida era como el agua del lago que, en la orilla, besaba amorosamente mis pies. No recuerdo algún suceso dramático, salvo el de la muerte de mi pato, que ya te he contado hasta la saciedad. Mi mamá (de manera inconsciente, no puedo verlo de otra manera) ordenó a Sara (la sirvienta) que matara un pato para que fuera el platillo principal de la comida y Sara (de manera inconsciente, no puedo verlo de otra manera) alargó la mano y tomó del pescuezo a mi pato, a mi querida mascota. Fuera de ese suceso gastronómico lamentable, en casa nada malo pasó. Se murió mi padrino, pero yo no me enteré, porque mi vida estaba instalada en una burbuja apacible. En el traspatio de la casa mi abuela María (mi abuela paterna) había sembrado un árbol en el centro de un pozo que mi papá clausuró con tierra para evitar que su hijo amado cayera y se ahogara. Ahí, mi abuela sembró un árbol que creció junto a mí (un poco al estilo de aquel mítico árbol de la canción de Alberto Cortez). Cuando jugaba bajo la sombra de ese árbol yo elevaba la mirada y veía muchos pajaritos brincando de un lado a otro, piando. Creía, en ese tiempo, que los pajaritos platicaban, ¡ah!, qué argüenderos. Los pajaritos reían. Nunca, ¡lo juro!, vi que uno de ellos llorara. Ya lo dije, todo era tan plácido, tan elemental. Si algún adulto hubiese aparecido en ese instante y, señalando el jolgorio de pájaros, dijera: “La vida es así”, yo habría asentido y, con una sonrisa, hubiese saltado, como si brincara la cuerda. Porque, ahora pienso, la vida debería ser eso, esa rueda de caballitos que era entonces. No sé, querida Mariana, en qué instante, la vida se volvió esto que es ahora y que es como una rueda de fortuna que lleva la miseria hasta la cima. Era bonito pensar que la vida era una rueda de caballitos, donde todo mundo se veía sin el vértigo de la altura, sólo con el cosquilleo de las vueltas. Hay una gran diferencia entre el vacío y el mareo. El mareo, montado sobre un caballito, era un disfrute.
Mi casa era la palma de la mano de Dios, mano que tenía la forma de un nido, donde yo podía, como si fuese un chinchibul, acostarme y sentirme protegido. La vida era un rayo de sol, continuo, casi eterno. El tiempo no tenía prisa, todo era tan de vuelo de mariposa. Si llovía fuerte, mi mamá me decía que fuéramos a la sala, cerraba la puerta, prendía la lámpara, tomaba un libro con ilustraciones y leía un cuento. Yo, cubierto con una cobija, tomaba el chocolate caliente que Sara había preparado y oía el cuento que mi mamá leía. La vida, a pesar del golpeteo constante de las gotas sobre el piso de afuera y sobre las tejas, no modificaba su cara iluminada. Cuando terminaba la lluvia, en ocasiones mi mamá me llamaba y yo iba al patio: ¡ah, el deslumbre del arco iris aparecía frente a mis ojos! Eso era la vida, un continuo sin alteraciones.
Si la vida se alteraba es porque mi papá había decidido, siempre generoso, abrir de más su cartera. Me llamaba y me entregaba un paquete de cinco revistas de monitos, o un cohete con fulminantes, o un muñeco de cuerda (recuerdo con especial emoción el conejito que tocaba su tambor). Años después, muchos años después, cuando vi la portada de “El tambor de hojalata”, la espléndida novela de Günter Grass, me emocioné al recordar aquel muñequito.
La vida estaba llena de personajes comitecos afectuosos, todos los adultos que llegaban a la casa me revolvían el cabello, en un acto cariñoso; algunos tíos procedentes de otra ciudad me entregaban obsequios; mi tío Manuel siempre me daba un billete de cien (¡Dios mío!, cien pesos era como una montaña de dinero). Ellos, los adultos, se sentaban ante la mesa del comedor y Sara les servía botanas y una botella de licor. Ellos bebían, se carcajeaban. ¿Qué podía pensar de la vida? ¡Eso! Que la vida era como un arco iris infinito. En ocasiones íbamos de día de campo y todo era una extensión armoniosa de la casa. Escribo del tiempo anterior al tiempo de ir a grados superiores de la escuela; escribo del tiempo en que no tenía deberes; del tiempo en que todo era un juego.
Pero mi vida no sólo estuvo rodeada de personajes comitecos, también estuvo cobijada por personajes famosos: artistas de cine. Mi mamá me subía a su cama y me ponía un saco de lana. Yo sabía que ese ritual era el previo para ir al cine. ¡Ah, qué emoción ir al cine! Mi papá me cargaba, atravesábamos el parque central y entrábamos al cine. El cine, también era la extensión de la casa, porque yo me emocionaba al ver que el sheriff, sobre un caballo con manchas blancas, perseguía al galope al individuo que había robado el banco. El sheriff, en la mano izquierda llevaba la rienda, y en la derecha la pistola con la que disparaba hasta que el delincuente era alcanzado por una bala y se rendía ante un costado de su caballo. En la caída, el delincuente quedaba sostenido del pie derecho y el caballo no detenía su carrera. El cuerpo del delincuente iba dando tumbos sobre el terreno quebradizo hasta que el caballo, exhausto, detenía su marcha. El sheriff desmontaba, caminaba hacia donde estaba el cuerpo y calmaba al animal, todo sudado. Esta escena, que alguien podría calificar de violenta, era, de igual manera, la extensión de mis juegos. Por lo tanto, no había más que júbilo a la hora de saber que la justicia había, de nuevo, triunfado sobre el mal. Yo era feliz cuando el sheriff pronunciaba las mágicas palabras: “El que a hierro mata ¡a hierro muere!”. Mientras tanto, entre escena y escena, en blanco y negro, los tres comíamos las tortas de pierna planchada que mi papá había comprado en la Lonchería July. Por eso, a los nombres de mi madrina Clarita, mi tía Elenita, el tío Gilberto, la maestra Dely, se agregaban los nombres de Gregory Peck, Elizabeth Taylor, Richard Burton y Santo, el enmascarado de plata. Y a los nombres de Patricio (nombre de mi mascota que terminó en caldo) se agregaban los nombres del perro Rin Tin Tín; de Flipy, el delfín; y del mono Chita. Eso era la vida. ¿En qué momento se torció y se convirtió en esta alucinante y terrorífica montaña rusa?
Como es costumbre, la familia ofreció una novena por el alma de Mauricio. Me acerqué al templo de Guadalupe el último día de novena. Lo hice en un intento de decirle a la familia que me dolía reconocer que la vida “es así”. Me senté en la primera banca de atrás. Desde ahí fui testigo de cómo decenas de amigos, conocidos y familiares, se unían al rezo. La plegaria era como un pájaro y podía sentir su aleteo. Yo, que soy fanático de la palabra, advertí en un momento que, tal vez, hacía falta que nos uniéramos en una plegaria de silencio, pensé que el silencio podía ser un abrazo que abarcara a sus hermanos y a sus papás, porque la palabra se estaba convirtiendo en un tobogán ingrato. Por fin, el rosario terminó y una pausa se hizo. Paco se acercó y me dijo que, a continuación, habría una misa. Me levanté. Era momento de regresar a casa, pero antes de salir del templo escuché el sonido de una marimba. Ricardo, hermano de Mauricio, tocaba la marimba, lo hacía con la maestría del intérprete experto. Me recargué sobre la pared y olvidé mi deseo de regresar a casa. Lo que Ricardo tocaba (en especial, la segunda melodía) era como el goteo juguetón del agua cayendo en el interior de una gruta. Cerré los ojos. La ejecución de Ricardo era el aleteo del silencio, era la mariposa que, en medio de la oscuridad, prendía una vela en nuestros corazones. No sé qué sucede con el alma de las personas que fallecen (¡nadie lo sabe!), pero hubo un instante que supe que Mauricio disfrutaba ese aliento en su corazón ya callado para siempre. Su hermano le extendía una mano silenciosa, era lo que necesitaba su espíritu. Supe entonces que la vida también puede ser ese ramito de aire fresco colocado al lado de una veladora.

Posdata: La vida es así. Pido a Dios que siempre sea como el traspatio de mi casa donde, después de la lluvia, las gotas jugaban a ser trenecitos y corrían por las ramas del durazno.