sábado, 12 de diciembre de 2015

CASA DE MUÑECOS




¿Han visto las casas de muñecas que no tienen las paredes del frente? Uno, en la juguetería, se para frente a la casa de juguete y observa la sala, la cocina, el baño, las recámaras, la sala de televisión y un cuarto de planchar, porque las paredes del frente no existen, precisamente para que pueda verse el interior de la casa. Bueno, pues el tío Eusebio mandó a construir una casa así. Nadie pudo explicar las motivaciones. ¿Recordaba la casa de muñecas de alguna prima, en su infancia? La mandó a construir a tres cuadras del centro, en la calle tercera, rumbo a Guadalupe, una de las calles más transitadas del pueblo. Un día, decenas de albañiles comenzaron a trabajar en el terreno, que estuvo olvidado por años. La gente pasaba, se detenía y alguna persona hacía el comentario: “Mirá, don Eusebio está construyendo una gran casa. ¿Habrá ganado la lotería?”. No, no había ganado la lotería, era el ahorro de muchos años de trabajo. Después de tres meses, la construcción ya estaba casi terminada. Faltaban, únicamente las paredes de la fachada. No faltaron los observadores que comenzaron a preguntarse por qué habían dejado para el último levantar esas paredes. En los años sesenta fue famoso el método constructivo de cimbrar descimbrando, que fue descubrimiento de un famoso ingeniero mexicano. Tal vez, el método constructivo de don Eusebio era una innovación. Todo mundo estuvo pendiente del instante en que colocarían las paredes del frente. Pero tal supuesto no sucedió. Los detalles avanzaron, los albañiles colocaron los azulejos, baños, tinas y tazas del baño; los carpinteros colocaron los estantes de cedro, en donde, los alumnos de tío Eusebio, clasificaron los cientos de libros de su biblioteca; la tía Eugenia señaló con el brazo derecho el lugar donde los empleados de la mueblería debían colocar el sofá y los sillones del juego tapizado en piel. Así, en cada habitación, todo quedó ordenado. La tarde en que el maestro electricista terminó la instalación, los dos tíos salieron a la calle, la cruzaron y se pararon en la banqueta del frente y admiraron el destello de los candiles de la sala, las lámparas del baño y las luces íntimas de las recámaras. La gente que pasaba se detenía al lado de los propietarios y, de igual manera, admiraban la magnificencia del alumbrado. Era tal la brillantez, que iluminaba toda la calle. Los automovilistas se detenían y admiraban la construcción. Don Alfonso dijo que ya había entendido, los propietarios habían cumplido su gusto: ver el interior iluminado, terminado, como nadie jamás en el mundo había visto su residencia. Todos estuvieron de acuerdo y aplaudieron la osadía del tío. La pregunta, entonces, fue: ¿Cuándo comenzarían a levantar las paredes? El mundo de acá se conmocionó cuando al día siguiente, en el mercado, en las redes sociales, a la salida del templo, las personas comentaron que esa noche inicial, los propietarios habían dormido ya en su residencia, a la vista de todos. ¿Cómo? ¿Así, como si estuvieran al aire libre, a la vista de todos? Doña Cuca dijo que era una soberana estupidez haber construido una casa tan bonita y estar expuesto a los ventarrones de la Ciénega y a los piquetes de miles de zancudos. Doña Ausencia, con cara de iguana trasnochada y gritos de chachalaca desnuda, preguntó por qué no le pusieron cortinas o cristales, si tanta era su gana de andarse mostrando sin pudor. Porque, muchos peatones y automovilistas comentaron que habían visto al tío sentado en la taza, con un libro en la mano; o a la tía despojarse de su ropa, frente al espejo, sentarse en la cama y ponerse su bata de dormir; los habían visto cerrar la puerta de calle, cuando parecía innecesario porque no había paredes que impidieran la entrada de algún delincuente o depravado.
Algunos dicen que si no hubiese sido por la orden judicial, los propietarios hubiesen continuado viviendo adentro de esa locura, y quién sabe qué hubiese pasado en estos tiempos de tanta violencia y delincuencia. A los dos días de estar habitando su residencia, el tío recibió una orden urgente que les prohibía, terminantemente, habitar la casa hasta que no estuvieran levantadas las paredes “porque va en contra de los ordenamientos de la buena moral”; es decir, como todo mundo los veía a la hora que se bañaban o a la hora que hacían paradas técnicas para desahogar una necesidad fisiológica, la autoridad exigía levantar las paredes frontales.
Al tercer día, se vio a decenas de albañiles levantar los muros, colocar las ventanas y, como hace todo mundo, cerrar los ventanillos con cortinas que salvaguardan la intimidad de los propietarios.
Pero, en el imaginario colectivo, quedó el recuerdo de la osadía del tío Eusebio. Cuando los amigos e íntimos le preguntaban sobre esta experiencia decía la clásica respuesta de “¡Lo volvería a hacer!”, pero cuando alguien iba más allá y le preguntaba si lamentaba algo, él prendía un cigarro, miraba al cielo, soltaba la bocanada hacia arriba y le daba la razón a doña Cuca: “Lo jodido no era que me miraran meando, lo jodido fue en la noche, la picazón de tanto zancudo”.