sábado, 26 de diciembre de 2015

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE ESTÁ UNA RANITA AL LADO DE UN LEÓN




“Acá estuvo mi casa”, dijo el tío Armando, cuando llegamos al pueblo donde nació. Señalaba un punto indefinido. En el lugar que estuvo su casa, ahora está un parque, con árboles, pájaros y una fuente de estilo indefinible. En su memoria estaba la casa, pero en el terreno ya no. Así que era imposible determinar el punto exacto, ya que el terreno no coincidía con su memoria. Caminé junto con él, mientras veía el esfuerzo que hacía para ubicar su recámara, el cuarto, la cocina y el baño de la casa. Como si fuese un agrimensor dio dos, cuatro, seis pasos y se paró al lado de un árbol, dijo: “Acá estaba la sala”. Donde estuvo la radiola ahora estaba un registro de luz. La casa sólo estaba en su memoria. Parece que sólo en la memoria es que permanecen inalterados los muros de las casas que son derruidas.
“La ranita encantada” es mi amiga en el Facebook. Ella subió esta fotografía que, entiendo, corresponde a los años setenta. Basta ver las campanas del pantalón cuadriculado. La ranita está sentada, con las piernas cruzadas y las manos entrelazadas, en el borde de un estanque que recibía el chorro de agua que brotaba de las fauces del león. Por supuesto que el estanque ya no existe. Estaba en un vértice del parque central de Comitán, contra esquina del edificio de la presidencia municipal. Al estilo del tío Armando podíamos, ahora, señalar la base donde está la escultura de Luis Aguilar (“Las dos Lolas”) y decir: “Por acá estuvo el león, por acá anduvo la ranita”. Pero, igual que al tío, nos costaría mucho trabajo decir con exactitud en dónde estuvo. Para lograr tal hazaña deberíamos revisar fotografías de aquel tiempo y confrontarlas con fotografías actuales, para, más o menos, determinar en dónde estuvo el león. Algunos amigos míos juran que este estanque tenía peces (peces japoneses, dicen ellos). Yo no recuerdo eso. Yo recuerdo el estanque como está en esta fotografía: ¡sin agua! No recuerdo haber visto jamás que el león expulsara agua de sus fauces, pero sí recuerdo que, en medio de su trompa, había una manguera que, sin duda, servía para soltar el chorro.
En esta fotografía se advierte un barandal metálico pintado en color rojo quemado. Hubo un tiempo en que tal protección no existió. Juan dice que él bajaba las gradas y a la mitad de la escalera flexionaba las piernas y se aventaba al estanque, Juan, igual que yo, recuerda que siempre estaba sin agua. Brincaba el murete que (acá se ve) estaba hecho de piedra, subía de nuevo al punto indicado y volvía a aventarse, como si fuese uno de esos clavadistas que se avientan en la quebrada de Acapulco. Juan dice que siempre caía parado y que jamás se quebró algo. Tal vez algún presidente consideró que era un riesgo que los escalones no tuviesen protección y mandó a hacer un barandal modesto, casi simple. Desde entonces, la diversión de Juan terminó.
Nadie podría decir la ubicación exacta de ese estanque. Sólo hay acercamientos, pequeños atisbos. Siempre es así. Enrique, quien vivió en la manzana de la discordia, derruida en los años ochenta, se para ahora al lado de la fuente y (perdón por la insistencia) al estilo del tío dice: “Acá estuvo mi casa”, pero no puede ubicarla con precisión. Para que las cosas sean precisas deben estar en su lugar, y, ahora, la manzana de la discordia y el estanque del león ya no existen en el plano de lo físico. Sólo permanecen inalterados en las memorias de Quique, de la Ranita y de miles y miles de comitecos que vivimos esa época.
El león está ahora en el tanque de los caballos. Muchos comitecos se han quejado del abandono en que permanece. Ahora, el tanque (que nunca tiene agua, pero sirve para alimentar la nostalgia) tiene una protección metálica que impide que la gente se acerque. Como si de veras el león fuese una fiera de la sabana, algún presidente lo encerró detrás de una reja, como si estuviese en un zoológico. Este encierro causó una lejanía, pero evitó que, como en años anteriores, muchachos traviesos y vándalos le tumbaran sus dientes y le pintaran unos lentes que lo hacían ver bien punk.
Sé que si ahora los urbanistas hicieran el trazo del nuevo parque conservarían este estanque y el león, lo conservarían porque sabemos la importancia de preservar los lugares que alimentan la memoria de los seres humanos. Cuando nos enteramos que en países en guerra derruyen edificios recordamos que acá, también, en tiempos de paz, hubo gente que derruyó nuestra memoria colectiva.
Por fortuna, la ranita encantada nos dice que no fue un sueño; nos recuerda que, en algún momento, este estanque formó parte de nuestro imaginario colectivo. Sin este estanque, ella no fuese ranita, tal vez fuese un tsizim. Gracias a este estanque, sin agua, la ranita encantada sigue platicando con el león. ¡Ah, qué fábula más interesante! Ella, al estilo del tío Armando, desde la ciudad de Tapachula, dice cada mañana: “Hace muchos años yo viví al lado de un estanque que existía en Comitán”.