miércoles, 9 de diciembre de 2015
LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA DONDE ESTÁ EL DESCANSA BRAZOS DE UN BALCÓN
A Rosario Castellanos le gustaban los balcones. Los balcones fueron los primeros rebeldes de las ciudades. Los balcones, igual que los alerones de los techos y las caídas de agua, fueron elementos que negaron someterse al plano de las fachadas. Claro que los balcones son los más insurrectos, porque los alerones y los tubos donde cae el agua de los techos tienen la ventaja de estar en lo alto. ¿Quién se atreve a regañar a alguien que está acostumbrado a estar en las alturas? Pero los balcones, con toda la alevosía del mundo, proclamaron su libertad con los pies bien puestos en la tierra. Los señores de los años treinta caminaban con sus bastones de madera de cedro y se topaban con esos salientes que, osados, se atrevían a remarcar su individualidad sobresaliendo de la lisura de la fachada. Don Concho, ya en los años noventa, fumaba un puro en el corredor de su casa y comparaba a los balcones con los jóvenes de los años setenta, decía que un día Comitán se conmocionó porque pasó un grupo de hippies con los pantalones acampanados, las camisas floreadas y las cabelleras largas. Todas las mujeres se santiguaron al paso de esos desarrapados y les echaron agua bendita a su paso para quemar el demonio que llevaban en su espíritu. ¡Ah, esas mujeres nunca supieron que la semilla ya estaba sembrada! Los jóvenes comitecos ya habían pepenado esos modos rebeldes de ser y dejaron que su cabello creciera libre sobre sus cabezas. El agua bendita y la paciencia de las beatas se agotaron a la par que las cabelleras crecían más y más. ¿Qué hacer ante tal afrenta? ¡Nada! Ya nada podía hacerse. ¿Qué hacer ante los balcones de las casas comitecas que, años antes, se habían rebelado y, soberbias, eran una sobresalidas? ¡Nada! Las banquetas no lo sabían pero comenzaron a perder su capacidad de libre tránsito. Por eso, ahora nadie debe mostrarse sorprendido cuando la tendera saca los trastos que vende y los coloca a mitad de la banqueta. ¿Qué hace la mujer que vende elotes asados? No hace más que seguir el ejemplo del balcón y adueñarse de un mínimo pero enorme espacio. Los peatones deben bajar al arroyo con riesgo de ser atropellados. ¿Esto que acá se cuenta es una exageración? No. Cuando un propietario de casa con balcón abre éste y coloca sus codos en ese descansabrazos que sobresale de la fachada, el peatón se siente intimidado. Si el peatón es un tipo de esos con botas y hebilla enorme puede caminar sin hacerse a un lado, en intento de que el propietario recoja tantito los brazos; pero si el peatón es un hombre de esos que en los años setenta estuvieron de moda (los que obsequiaban una flor y estaban convencidos de que debían fomentar hacer el amor y no la guerra) lo más probable es que se haga a un lado para no interrumpir la parsimonia de quien hace uso del balcón. ¿Sabe el dueño del balcón que está apropiándose de un espacio que debiera corresponder a todos los peatones? El balcón jamás entendió que la banqueta es el espacio público por excelencia y que pertenece a todos los andantes. El balcón, como si fuese la boca de un monstruo, prolongó las ramas del bosque encantado y canceló la posibilidad del libre tránsito.
Tal vez a Rosario le gustaban los balcones por esa virtud de desobediencia; tal vez de ahí aprendió que había “otro modo de ser”. Los balcones se hacen notar a fuerza de interrumpir el paso de los peatones. Las puertas de las casas nunca sobresalen del plano; algunas, por el contrario, están remetidas; pero, los balcones siempre (es parte de su personalidad) están, como mujeres que piden autostop, mostrando sus piernas para que la gente detenga su camino.