viernes, 8 de julio de 2016

CARTA A MARIANA, CON POEMA INCLUIDO





Querida Mariana: ¿Vos te has topado alguna vez con un declamador que, en lugar de poemas, declama canciones populares? Leo “Cinco esquinas”, de Mario Vargas Llosa, su novela más reciente. La novela no es la gran novela, pero, sin duda, tiene la maestría que avala el genio de quien recibió el Premio Nobel de Literatura. Mi maestro de cuento, el recordado Rafael Ramírez Heredia (Rayo Macoy), con frecuencia hablaba de la malicia literaria, que es un recurso que se aplica para llamar la atención. Vargas Llosa de esto se las sabe todas.
Resulta que en “Cinco esquinas” aparece un declamador de canciones populares. (Entre paréntesis habrá que decir que Cinco esquinas es un barrio de Lima, Perú, así como en Comitán tenemos nuestras Siete esquinas.)
El personaje de Vargas Llosa se llama Juan Peineta y recita, “como si fueran poemas”, canciones de Felipe Pinglo, que debe ser un autor reconocido en aquel país sudamericano.
Lo que es la vida, en 2016 me topo con alguien que hace lo mismo que hacía Carlos, en 1974, en la Ciudad de México.
Enrique, Miguel y yo conocimos a Carlos en el departamento donde vivimos mientras estudiábamos en la Universidad Autónoma Metropolitana. Carlos es de Huixtla y sobrino de la tía Anita, dueña del departamento.
Una tarde, ya después de estar dos o tres meses viviendo ahí, la tía Anita pasó a nuestros cuartos y nos invitó para una fiestecita que había organizado. Ah, la alegría total. A las cinco de la tarde, el departamento estaba lleno de personas. Nosotros (los comitecos) salimos de nuestras recámaras y, con timidez, nos sentamos en un sofá de la sala. La tía nos presentó con las demás personas. Enrique, rápido, le echó ojo a una niña de diecisiete años. No había sido muy afortunada en la repartición de belleza en el rostro (Quique rápido la bautizó como “Cara de cabra”), pero lo demás de su cuerpo sí tenía la sugerencia deliciosa de los diecisiete bien puestos.
Los comitecos tímidos, a la vuelta de dos o tres vodkas nos convertimos en dueños de la fiesta. Contamos chistes (bueno, es un decir, Quique, en nombre de la delegación comiteca, contó chistes), chocamos vasos con los demás, cantamos en coro y Quique sacó a bailar a la cara de cabra.
Cuando ya todos habían tomado confianza (Quique, un poco de más, pues abrazaba a su conquista como si la conociera de toda la vida), Carlos se paró y dijo que iba a declamar un poema. Todo mundo dejó los vasos en la mesa de centro o sobre el piso y puso atención. Carlos, como si fuese Manuel Bernal, se paró a mitad de la sala, nos vio a todos (con esa mirada de cuchillo que tiene) y comenzó a declamar el poema. Todo mundo puso atención, una atención que a mí me llamó sobremanera, porque nos tenía arrobados con su voz educada, pero, por encima de eso, porque era la letra de una canción. ¡Claro! Era una canción conocidísima de José José: “… Qué triste fue decirnos adiós, cuando nos adorábamos más. No sabes que pensando en tu amor…”. ¡Era “El triste”, de Chepe Chepe! Estaba a punto de reírme, pero la seriedad de todos detuvo mi impulso. Cuando Carlos terminó la declamación, todos aplaudimos frenéticamente, una señora, que había permanecido con mantilla en la cabeza, se puso de pie y ondeó un pañuelo en lo alto, como si Carlos hubiese hecho la mejor faena de la tarde. Carlos no dio tiempo a que el entusiasmo mermara. Declamó una canción de Napoleón y luego una de María Medina. Yo pensaba que eso era como haber comprado un boleto para presenciar un concierto de Queen y tener en el escenario a Los tigres del norte. Pero los demás estaban convencidos de que los “poemas” que Carlos recitaba eran los poemas más sublimes del mundo dichos por la mejor voz de América. Ahora entiendo que el plus era precisamente ese: que todos conocían los versos del poema y cada uno se sentía un gran conocedor.
No haré el cuento más largo. Al final, ya a punto de sentarse, la audiencia, en medio de gritos desaforados y llenado de vasos con vodka, le pidió un poema más a Carlos y ahí sí me sorprendió porque dijo que interpretaría un poema de su propia inspiración y se aventó al ruedo con esa facha de triunfador que tenía: “Los amorosos callan. El amor es el silencio más fino, el más…”. ¡Dios mío! ¿Había escuchado bien? Carlitos se había apropiado del poema de nuestro paisano Sabines y lo declamaba como si fuera de él. Nosotros no caímos en su juego. Yo pensé decirle al final que era un travieso plagiario, pero cuando terminó de declamar el poema (bien declamado, por cierto), ya la cara de cabra había abandonado los brazos de Quique y se remecía en los brazos del declamador de la Colonia Roma.
En aquel entonces se me hizo la gran travesura, pero ahora que me topé con Juan Peineta creo que Carlos no hacía una travesura, Carlos hacía una gran genialidad.
¿Imaginás ahora a alguien “declamando” una canción de Julión Álvarez o del Komander? ¿Imaginás a alguien declamando: “El mariachi loco quiere bailar, el mariachi loco quiere bailar, el mariachi loco quiere bailar. Quiere bailar el mariachi loco, quiere bailar el mariachi loco…”. Ah, no faltará en alguna fiesta el aventado y no faltarán los creyentes que, al otro día, cuenten que conocieron a un verdadero declamador de poesía.