viernes, 29 de julio de 2016
LA ÚLTIMA Y NOS VAMOS
Leonardo Da Vinci nunca lo imaginó. Tal vez (no sé la historia) alguien le encargó que pintara un mural con la representación de la Última Cena. Leonardo, que se sabía de la a a la z todo lo referente al mundo de la pintura, hizo un boceto del mural con un fondo en perspectiva. Todos saben que la perspectiva es el gran hallazgo del Renacimiento.
Pero digo que Leonardo no imaginó que dicha pintura iba a estar en tantos hogares del mundo católico. Él sí imaginó (estaba seguro de la grandeza de su genio) que el mural iba a ser admirado por miles de personas que llegaran al lugar donde está pintado (no sé dónde es), pero jamás imaginó que iba a estar en las paredes de las salas y de los comedores de millones de hogares.
¿Cuál es la magia de tal mural? Quiero imagina (tal vez estoy equivocado) que el ochenta y dos por ciento de los poseedores de una réplica de La Última Cena la compró por el tema y no por el arte; es decir, perdón Leonardo, si Botero pintara su versión de la última cena (no es mala idea, se la paso por si quiere aventársela) muchos también colgarían una réplica en su casa. Porque (hay que decirlo) medio mundo sabe la historia de esa famosa cena en que Jesús dijo que alguien de ese grupo lo iba a traicionar; todo mundo recuerda esa famosa frase de: “¿Seré acaso yo, maestro?”; pero medio mundo ignora el nombre del artista que la plasmó. El otro día hice la prueba, estaba en la casa de mi tía Elenita y vi, a mitad de la pared del comedor, al lado de la vitrina de madera de cedro llena de platos chinos y vasos italianos (reservados para fiestas muy especiales), el cuadro de Leonardo. A Rodrigo le mencioné la profundidad del cuadro (otorgada por la perspectiva) y también mencioné cómo al fondo de la pintura se ve una cadena montañosa llena de luz que contrasta con la penumbra del salón donde celebran la cena. Luego dije que Leonardo había mentido porque, sin duda, que el salón donde ocurrió la última cena no tenía tal lujo. ¿Cómo un hombre que había nacido en un pesebre cenaba en un comedor que parece salón del Hotel Ritz, o de cualquier otro de cinco estrellas? Yo siempre imaginé que la última cena se había desarrollado en una casa humilde, con piso de tierra, iluminada con velas. Jesús estaría sentado sobre una silla de madera y los apóstoles lo rodearían haciendo un semicírculo. La mesa larga, con mantel, que aparece en la última cena, de Leonardo, me provoca una sensación de lejanía. Quienes están sentados a un extremo están como fuera del círculo favorito de amigos (tal vez esa fue la intención de Leonardo al pintarla así). Porque, parece (no lo sé) quien está cerca de Jesús es el traidor.
Si nos atenemos a lo que Leonardo pintó deducimos que en ese frente de mesa no caben las trece sillas, por ello se ve un ligero amontonamiento de personajes. La lógica dicta que, en ese tipo de mesas, más hombres se sentarían en el frente; es decir, en un lado (tal como parece ser) estaría sentado Jesús y a su lado izquierdo estarían tres apóstoles y a su lado derecho otros tres; los seis restantes se sentarían frente a ellos. ¿Quién frente a Jesús? Pero, claro, Leonardo no podía pintar eso, porque, entonces, los espectadores veríamos las nalgas de seis apóstoles.
Rodrigo se paró, miró el cuadro y dijo que jamás había puesto atención a lo que yo decía. Dijo que creció con ese cuadro, desde pequeño lo vio colgado en la pared, pero no puso interés en él. ¿Quién, decía yo, había pintado el cuadro? Leonardo, dije. No, no lo conozco, dijo. Y mencionó que sí se sabía la historia y luego bromeó porque dijo que la mesa era muy pobre y comparó con la que teníamos nosotros enfrente, que rebosaba en frijoles refritos, chicharrón de hebra, costillas adobadas, tostadas, picles, quesillo y butifarras (en un plato había satz, que Hermisenda había llevado de Ocosingo. El satz es un gusano que doran y tiene un sabor exquisito). Elena, quien estaba al lado de Rodrigo, se inclinó hacia nosotros y dijo que ese cuadro representaba el momento previo en que la mamá de Jesús se acercó y le dijo que no había trago, que, por favor, convirtiera el agua en vino. ¿Ya vieron?, dijo Elena, cómo todos los hombres parecen reclamarle a Jesús que sólo pan les dio y no hay ni una botella de trago. “Ni siquiera de Charrito”, dijo Armando y dijo ¡salud! y bebió de su cerveza, porque eso sí, en casa de la tía Elenita no hay pobreza y siempre la mesa está rebosante de comida y bebida. Me encantó la confusión de Elena. ¿Cómo era posible que aliara dos momentos diferentes?
Creo que, como Armando, hay millones de hombres y mujeres en el mundo que crecieron con ese cuadro colgado en la sala de la casa, pero no se han parado más de diez minutos a observar la grandeza de su realización. Conocen la anécdota (un poco tijereteada y pegada con chicle), pero no aprecian la maravilla de la perspectiva que, años antes de ese instante, era un conocimiento oculto. Leonardo nunca imaginó que réplicas de su mural iban a estar colgadas en millones de hogares católicos en todo el mundo.