miércoles, 13 de julio de 2016

VEINTE MINUTOS ANTE UNA PARED




Rodrigo me obligó a sentarme en la banqueta de enfrente. Acepté con gusto. Se trataba de ver, un rato, la pared.
Como si fuese un maestro me preguntó qué era lo primero que veía. Las piedras, dije, el amontonamiento de piedras. Él, maestro generoso, dijo que sí, que era correcta mi apreciación. Y, ya instalado en el papel de sabio, dijo que era la primera diferencia con respecto a las paredes que hoy se construyen. Yo, ya instalado en mi papel de alumno aplicado, dije que ahora, los albañiles deben acomodar los ladrillos con un orden inalterado. Lo que nosotros veíamos era un amontonamiento de piedras y pedazos de ladrillos. Un caos que ha permitido que esa pared siga venciendo a la ley de gravedad. ¿Cómo, los antiguos constructores, lograban este prodigio? Ahora, entiendo en mi ignorancia, una pared se sostiene, además del cimiento, gracias a que, a determinada distancia, hay columnas que amarran el tejido de ladrillos y, no puede concebirse el muro sin el aglutinante del cemento. ¿Cuál era la argamasa que empleaban antes que la Cruz Azul comenzara a inundarnos de plastas de cemento?
Esta pared tiene un alto de más de dos metros. Los muretes que servían para delimitar los sitios de las casas alcanzaban una altura de no más de un metro y su singularidad se caracterizaba porque no tenía pegamento alguno. Aún es posible observar esta clase de muretes en las rancherías cercanas a Comitán. Igual que la pared carcomida de esta fotografía, esos muretes tienen años de haber sido construidos y siguen cumpliendo su función, son viejos muy arrechos, porque siguen parados como si nada. ¿Cómo, Dios mío, logran permanecer inalterados? ¿Por qué no se caen? ¿Cuál es el secreto de ese acomodo? Chiapas (ya nos han explicado los científicos) es una zona de alta sismicidad. Por fortuna, los movimientos no son de gran intensidad, pero sí son muy frecuentes. A cada rato nos avisan que ocurrió un temblor, apenas perceptible. Las piedras de esos muretes no resienten dichos acomodos de tierra. A veces (qué tonto) imagino el sistema de sustentación que tiene la Torre Latinoamericana, cuya cimentación está colocada sobre pilotes en agua y creo que los muretes de piedra se sustentan en camas de aire, porque se me antoja imposible que se mantengan de pie sin la ayuda del cemento. Cuando ocurre un temblor en la Ciudad de México, la torre se mueve de uno a otro lado, pero no se cae. (Bueno, siempre y cuando los temblores se mantengan en el rango de cinco a seis grados.)
¿Qué más?, exigió Rodrigo. Dije lo obvio, que el repello sí ya dio su brazo a torcer. Las costras de repello se han disuelto con el tiempo y han dejado visible el esqueleto que a mí me sorprende. Porque no es el repello lo que detiene el muro, ¡no!, es el amontonamiento de piedras lo que le da consistencia.
Rodrigo extendió sus piernas y dijo que él también se asombra ante este prodigio pegado con lodo. ¿Y el poste del esquinero?, pregunté. Rodrigo dijo que no era un elemento integrado al muro, dijo que era un elemento ajeno, que servía para amarrar los animales: caballos, burros y mulas. Sonrió. Pensé que no tenía el conocimiento preciso. Dudé entonces de mi maestro. Supe que ambos estábamos tanteando un terreno ajeno. Ninguno de los dos sabía mayor cosa de elementos constructivos. Todo era mera especulación. Fue entonces cuando seguí su primera instrucción: me dediqué sólo a ver la pared, me dediqué a seguir sorprendiéndome ante tal alarde de método de construcción. ¿Era ésta una de las llamadas “paredes maestras”? Pared anchísima que nada tiene que ver con las paredes esbeltas de estos tiempos. Pensé que estas paredes eran paredes Rubens, paredes Botero; las paredes de hoy son paredes Giacometti.
Cuando Rodrigo palmeó sus piernas y dijo que ya era suficiente, yo, como niño remolón, me resistí tantito, ¡estaba tan bien ahí! Imaginando cómo los constructores de antes iban colocando las piedras de tal manera que siempre tuviesen una vertical que aún es como el sueño de un árbol que se dobla, pero no se quiebra.