sábado, 2 de julio de 2016

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LA MENTIRA ESTÁ EN TODAS LAS ESQUINAS





Querida Mariana: Los grandes filósofos andan siempre tras la verdad. Yo me pregunto: ¿Qué pasará cuando la encuentren? Pero como sé que no la hallarán, digo que no vale la pena preocuparse. Todo es como un juego. ¿Quién posee la verdad? Si me atengo a una definición de Dios que me gusta mucho y que dice que Dios es la verdad, la belleza y el bien absolutos, sé que ningún mortal puede poseer ese atributo que le corresponde sólo a Dios. Porque, así como no existe una chica totalmente bella, ni una persona ciento por ciento buena, tampoco existe algo que pueda llamarse la verdad verdadera. Mi tía Romelia siempre decía que hay mentiras piadosas, un poco como para justificar el ocultamiento de la verdad.
De niño me gustaba jugar un juego simple, casi bobo. Martita, que era una vecina que llegaba a jugar conmigo, de vez en vez, me dijo en una ocasión que jugáramos al juego de las mentiras y de las verdades. Desde entonces esperaba con ansias la llegada de Martita para jugar ese juego, juego que no podía jugar con alguien más, porque mis amigos varones llegaban a la casa a jugar carritos, escondidas y el juego de indios y vaqueros, donde emulábamos las acciones que veíamos en el cine.
Todo mundo es mentiroso. Claro, como todo en el mundo, hay de mentiras a mentiras. El niño miente por temor a que sus papás lo castiguen; los viejos mienten para infundir temor; es decir, el temor es el motor de la mentira.
¿Cuál fue la primera mentira que dije? No lo sé. Pero sí recuerdo que cuando estaba en la primaria perdí un suéter y nunca confesé la verdad. Mi mamá (siempre amorosa conmigo) me tejió un suéter de color verde fuerte. Quienes conocen a mi mamá saben que ella es una mujer muy hábil para el tejido (tuvo un negocio donde vendía estambres y, desde siempre, ha dado clases de tejido). Una mañana, antes de ir a la escuela, mi mamá me puso el suéter verde, porque había amanecido muy nublado. A la hora del recreo me quité el suéter, porque ya el sol andaba brinque y brinque en el patio. A la hora que me lo quité, un cabrón de cuyo nombre no quiero acordarme, me lo arrebató y comenzó a pasárselo a los demás, mi suéter, como si fuese un balón, pasó de mano en mano. Mis compañeros levantaban los brazos y “capeaban” el suéter por lo alto y cuando yo me acercaba para tratar de recuperarlo, quien lo tenía lo hacía bolita y lo aventaba por lo alto. Como ya había tocado la campana, todo mundo fue al patio, el cabrón sin nombre se metió el suéter debajo de su camisa, llegó hasta el patio, avisó lo que haría para que todo mundo lo viera, se acercó a la barda divisoria, metió sus manos debajo de su camisa, sacó mi suéter y, como si fuera un pitcher de grandes ligas, se hizo para atrás y luego, en un movimiento preciso, aventó el suéter que pasó por encima de la barda y, supongo, cayó en el patio del vecino, o se enredó en alguna rama del árbol de jocote que sobresalía. Todo mundo disfrutó la escena, se rieron y el cabrón pasó frente a mí como si hubiese hecho la gran hazaña. ¡La había hecho! ¿Qué me quedaba? Cualquiera hubiese hecho una de tres opciones: la primera era tomar de la camisa al cabrón y darle una golpiza (descartado, yo era un niño que no sabía pelear, que no se atrevía a pelear. Por esto, el cabrón abusaba de mí); la segunda era ir con el director, el maestro Víctor, y dar la queja para que mi maestro se encargara de solucionar mi problema (descartado, pensé que el cabrón luego se desquitaría conmigo cuando me encontrara en la calle. Entendí que él quería aparecer como un héroe atrevido ante los demás, mientras yo no hiciera algo que opacara su victoria, todo caminaría sin gran dificultad); y la tercera opción era, a la hora de la salida, dar la vuelta a la manzana, tocar en la casa del vecino, explicar la situación y esperar que la señora de la casa me acompañara a su sitio para ver si por ahí encontraba mi suéter. Tampoco me atreví a esta acción. Me cuesta mucho vencer mi timidez, así que a la hora de salida tomé mi mochila y caminé para mi casa pensando qué cosa le diría a mi mamá, quien, casi antes del saludo y del beso de bienvenida, me preguntó por el malhadado suéter. ¿Qué decir? ¿La verdad o la mentira? Hubiese sido tan fácil decidirme por lo primero, pero pensé en las consecuencias. Mi papá, sin duda, iría a la dirección de la escuela y ahí yo tendría que decir la verdad y el cabrón sería reprendido y el asunto del suéter se hubiese solucionado, pero mi problema personal se habría agravado, porque yo, y no mi papá, era quien iba todos los días a la escuela y quien tenía que estar en el mismo salón donde el cabrón se dedicaba a molestar. Ya miraba la escena: el cabrón, al otro día, a la hora del recreo me llevaría hasta un rincón del patio y me amenazaría. “¡Andale!, muy machito con tu papá, ¿verdad?”. Así que a mi mamá le dije una mentira, le dije que lo había olvidado en el salón, pero que al día siguiente lo recogería. Y llegó el día siguiente y llegó la hora de salida y la hora de regresar a casa y yo, que no había dejado de pensar toda la mañana qué le diría a mi mamá, sentía consumirme, como sin duda, se consumen los mentirosos en el caldero del infierno, porque, ya el padre Trejo nos había dicho que uno de los pecados capitales, ¡capitales!, era la mentira y los niños que no decían la verdad se consumían en las llamas del infierno, por eso, el padre Trejo, a la hora de confesarnos, decía que debíamos decir todos nuestros pecados, ¡ay, de nosotros!, si mentíamos adentro del confesionario. Al tercer día, mi mamá me llamó y me mostró un dibujo que venía en la revista Kena que había comprado, era el dibujo de un osito que ilustraba un cuento. “¿Querés que te lea el cuento?”, me preguntó mi mamá y yo dije que sí. Era raro que mi mamá me leyera, así que yo jalé una silla y me senté a su lado, donde tenía el canasto lleno de bolas de estambre y agujas y agujetas. Y mi mamá me leyó el cuento que no recuerdo bien cómo terminaba, pero que hablaba del osito que un día se enfermó y su mamá lo cuidaba todas las tardes. Cuando mi mamá terminó de leer me preguntó si me había gustado el cuento. Dije que sí y me abracé a ella y me puse a llorar. Ahora sé que ella había estimulado el instante para acercarme y que yo destrabara ese nudo que me estaba asfixiando, porque la mentira siempre es una cuerda muy sutil, pero muy cruel. La lectura del cuento fue un simple pretexto. Le conté todo tal como había sido. Ella me dijo que no me preocupara, me prometió que nada le diría a mi papá, mi papá, me aseguró, ya lo había olvidado. Ella me tejería otro suéter, tejería un suéter igual, del mismo color, con las mismas grecas resaltadas. No debía preocuparme, no era más que un simple suéter y repitió lo que siempre decía mi papá: “Más se perdió en la guerra”. La guerra, pensé, estaba afuera, en las calles, en la escuela, donde debía soportar al cabrón; en casa todo era tan plácido, ahí estaba mi mamá que siempre me cuidaba, que siempre estaba pendiente de que portara un suéter cuando hacía frío, ahí estaba mi mamá, que ahora, ¡bendito Dios!, me leía cuentos de ositos.
Ahora ya soy viejo, pero el mundo no ha cambiado. La guerra está en las calles, en las escuelas. Hay miles, millones de cabrones, que se dedican a mentir para incubar el miedo. Todo mundo dice mentiras, desde la mentira piadosa de la mamá que trata de proteger al hijo malcriado hasta la mentira suprema de los poderosos perversos. Yo, por fortuna, aún tengo a mi mamá en casa, quien es la lámpara que conjura todas las oscuridades del mundo, quien diluye el veneno de las mentiras exteriores.
Vivimos en un mundo de mentiras, de apariencias. Todo mundo es pecador, todo mundo debería ir a parar al infierno, porque la mentira (lo repetía el padre Trejo) es un pecado capital; es decir, es un pecado mayúsculo. Vivimos en medio de la mentira. El precepto bíblico dice: “No matarás” y vemos que las matanzas están a la vuelta de cualquier Ayotzinapa; “No desearás a la mujer de tu prójimo”, y medio mundo macho anda calentando palomitas ajenas; “No mentirás” y ya sabemos que todo mundo, completito, miente con todos los dientes. Las mesas de diálogo no son más que sofisticados encuentros donde la verdad está ausente.

Posdata: Las mentiras infantiles siempre se ubican en el terreno de la inocencia. Las mentiras infantiles no provocan daños mayores. Lo único que propician es un gran desasosiego en los espíritus de los niños. Tal vez ese desasosiego es la puerta del infierno que el padre Trejo advertía. Una tarde, Alfonso dijo que su papá le había dicho que el infierno no existía, que eso era un invento de los curas para echar miedo. ¿No existía el infierno? Entonces, ¿lo que decía el padre Trejo era una mentira? Entonces, el padre Trejo ¿iría al infierno, porque era un pecador de pecados capitales?
Tengo más de treinta años de ser escritor, el oficio del escritor tiene una conexión directa con la mentira. Los escritores no mentimos, porque, desde el principio, advertimos que contamos mentiras, pero la pretensión es convertir esas mentiras en verdades supremas. Sé que el infierno no existe, pero sí sé que El Quijote existió. ¿En dónde está la verdad que buscan los filósofos?
En otra carta te contaré en qué consistía el juego de la mentira y de la verdad que me gustaba jugar con Martita, niña a quien recuerdo con mucho afecto.