miércoles, 20 de julio de 2016

REGALO DE BODA




A la hora que se bañaba, Romeo recordó la boda de Armando y Elena. ¿Era el próximo sábado? Después de vestirse buscó la invitación sobre el escritorio de su estudio. Ahí estaba el sobre con filos de oro y flores en relieve. Desde que recibió la participación hubo algo que llamó su atención y, sin duda, la de todos los invitados: la mesa de regalos estaba en Liverpool, pero, a renglón seguido decía que otra opción era el rancho El Dorado.
Sólo por compensar su curiosidad marcó el número de El Dorado. Una voz femenina, joven, un tanto rasposa, respondió y, ante la pregunta de Romeo, dijo: “Sí, señor. Un presente está disponible: un león adulto”. Sin duda que la joven estaba ya acostumbrada al silencio del otro lado de la bocina, porque después de una pausa agregó: “Es un animal que estuvo en cautiverio en el Circo Atayde. Fue decisión de la señorita Elena que si algún invitado lo adquiere, ella lo cuidará en su hacienda, donde ya mandó a construir una jaula tan grande como una cancha reglamentaria de fútbol soccer, a fin de que el animal no se sienta humillado”.
“¿Le interesa verlo?”, preguntó la joven. Romeo indagó antes cuál era el precio del animal. Ella dijo que veinte mil pesos.
Desde el principio, cuando Armando le dijo que se casaría con Elena, Romeo se preguntó qué podía regalarles. ¿Qué se puede regalar a dos amigos que tienen todo? Pensó en obsequiarles un grabado de Toledo que recién había adquirido en su viaje a Oaxaca el pasado mes de abril, pero, cuando supo que los recién casados vivirían en la hacienda pensó que no sería un obsequio ad hoc. ¿Por qué no obsequiarles el león? Romeo dijo que sí, que estaba bien. Llegaría a las doce para ver el animal.
Antes de tomar la carretera para ir al rancho, Romeo pasó a la librería a comprar el libro que su sobrina René le había pedido. Entró a la librería y preguntó por “El sueño de Elías”, del escritor Juan Gabriel Vázquez. El dueño subió a una escalerilla de tres peldaños y bajó un ejemplar. Romeo se sorprendió al ver que el dibujo de portada era un león. El viejo, con pantalones detenidos con tirantes, dijo que Elías era el nombre del león. Romeo dijo que estaba bien. Pagó y marcó al celular de René para decirle que ya tenía su libro. “Gracias, tío”, dijo ella. “¿Me lo traerás ya?”. Romeo le explicó que iría a un rancho, pero prometió que a su regreso pasaría a su casa. René le pidió acompañarlo, “mi mamá fue a un desayuno y me dejó sola en casa, por favor, tío, ¿sí?”. Romeo miró la hora en el frente de su BMW y dijo que estaba bien.
René se despidió de la asistente de la casa y subió al auto de su tío, le dio un beso y tomó el libro. Lo abrió y comenzó a leerlo, mientras Romeo tomaba la carretera con rumbo al rancho. Llegó al desvío donde estaba un letrero de madera pintado con letras azules, ya deslavadas, tomó el camino de terracería. René cerró el libro y suspiró. El tío preguntó cómo estaba el libro, ¿le había gustado? ¡Sí!, dijo ella, pero es muy triste. Elías era un viejo león que había vivido toda su vida en un circo, pero como ya estaba viejo, el dueño lo había subido a un camión con jaula y lo había enclaustrado en una vieja bodega. Ahí le llevaban un poco de comida en las mañanas, cuando el viejo cirquero se acordaba. Elías adelgazó mucho, ya no tenía fuerza para pararse, se pasaba todo el día echado en un esquinero, donde el viejo lo había encadenado. Un día, la nieta del cirquero acompañó a su abuelo, porque luego irían al centro deportivo donde participaría en una competencia de natación. La muchacha ayudó a cargar la cubeta con carne, empujó la puerta de madera apolillada y pinchó el encendedor de energía eléctrica. Vio en una esquina al animal que parecía un montón de huesos más flacos que los que llevaba en la cubeta. “Abuelo, este pobre animal se morirá”. El viejo dijo que sí, el león ya no servía para el número circense. La nieta se acuclilló y, sin temor, acarició la melena sucia y enredada del león. El abuelo la tomó con ambas manos y la retiró, le dijo que era muy peligroso estar cerca de un animal cuando comía. Pero, el león vio la carne y la ignoró, colocó su cabeza sobre la mano y cerró los ojos. La nieta volvió a acercarse y en voz baja le preguntó al león: “¿En qué sueñas?”. El abuelo dijo que ya era hora de irse, levantó la cubeta y caminó hacia la puerta. La nieta se paró, movió la mano en señal de adiós, frente a la cabeza del animal y ya había comenzado a caminar detrás del abuelo cuando oyó una voz delgada, como si fuera el murmullo de un grillo: “Sueño con ir a mi casa para ver a mi mamá”. Ella se paró. No podía ser cierto, el animal no podía estar hablándole. “¿Qué dices?”, se dirigió al león, mientras el abuelo la apuraba. El animal seguía con los ojos cerrados, con la trompa echada sobre el piso, pero la nieta oyó una voz como de gota de agua corriendo sobre un canal en desnivel: “Quiero ir con mi mamá”.
“¿Y qué más?”, preguntó Romeo.
La sobrina no dijo más, sólo señaló el portón del rancho, que era una sólida reja con un blasón dorado en la parte superior central. Una joven, con una carpeta entre las manos, se acercó, y preguntó si podía subir. Se presentó, dijo que se llamaba Alondra y ella les enseñaría al león. A Romeo le dijo que siguiera por el sendero de piedra bola delimitado por una fila de pinos que terminaba en un viejo galpón. Ahí estaba encerrado el león. Alondra dijo que el animal estaba en muy mal estado, que prácticamente lo habían llevado ahí para morir. El carro derrapó en la arena y levantó una nube de polvo que, a la hora que René bajo, la cubrió haciéndola estornudar. Alondra se adelantó, empujó la puerta, accionó el interruptor y dijo: “Ahí lo tienen: el viejo Elías”. Romeo volteó a ver a su sobrina. ¡Qué coincidencia! Se llamaba igual que el león del cuento de Juan Gabriel Vázquez. La niña se acercó, el animal respiraba con dificultad, apenas abrió los ojos cuando sintió la presencia de la niña. Su piel estaba pegada a los huesos. ¿Ese era el rey de la selva? Romeo se acercó a Alondra y le preguntó si el animal podría resistir el traslado. Alondra puso la carpeta contra su pecho, como si fuese una escolar, y dijo que el veterinario había hecho milagros con el animal. “Lo hubiera visto cuando lo recibimos, apenas caminaba. Si usted lo compra, es posible que sobreviva con el cuidado de la novia”, agregó. René preguntó si podía acercarse. El tío la jaló y dijo que no. La niña, cogida de la mano del tío, vio al león y, como había hecho la muchacha del cuento, con voz muy baja, le preguntó al león: “¿En qué sueñas?”.
Romeo dijo que compraría al animal. Él le haría el gusto a Elena: su regalo de bodas sería ese león maltrecho. Ojalá, dijo, pueda sobrevivir. Sin duda que Elena logrará que los últimos años del animal, o meses o días, no sean tan miserables. Sacó su cartera y entregó una tarjeta VISA.
“¡No!”, gritó René. “Por favor, no, tío. No. Este león es mi regalo de quince años”. Romeo rio. Tomó a su sobrina del talle y la cargó. Le preguntó si no se le hacía muy adelantada la petición: “Apenas tienes siete años”. “Por favor, tío, no te pediré más de acá en adelante. Este leoncito es mi regalo de quince y mi regalo de bodas”.
Al ver que la niña no bromeaba, Romeo la puso en el piso, se acuclilló y, viéndola directamente a los ojos, en medio de la penumbra del galpón viejo y húmedo, le dijo que no podía hacer eso. ¿En dónde pondría a ese animal? ¿Había pensado, acaso, en lo que significaba su cuidado y manutención? Además, dijo, ya un poco molesto, no tengo más para obsequiarles a Elena y Armando. Sí tienes, dijo la niña, poniendo sus manos en la cintura, dijo que podía regalarles el reloj antiguo de la abuela, el que tenía la base de marfil, labrada e insistió: “Por favor, tío, por favor, que el león sea mío”. ¿Un león de mascota, Dios mío? Romeo le dijo que si él les obsequiaba el león a los novios, ella podría ir a ver al león los fines de semana y podría cuidarlo como si fuese de ella. Pero René se opuso, dijo que no y se volteó. Romeo volvió a acuclillarse y abrazándola le recordó que ella era su niña consentida y, como siempre le había dicho, él estaba dispuesto a hacer por ella lo que fuera con tal de verla feliz, pero que eso era un exceso.
“No, tío, no es un exceso. Elías quiere ir a ver a su mamá y yo debo llevarlo con ella. Elena lo cuidará, pero Elena no puede oírlo como lo oigo yo”.
A ver, a ver, dijo Romeo, no te confundas. Elías, el del cuento, es uno y este león es otro. Este león no quiere ir a ver a su mamá.
“¿Ves? -dijo René- tú tampoco lo crees. Ahora que le pregunté cuál es su sueño, Elías me dijo que es ir a ver a su mamá. Cómpramelo, tío, cómpramelo. Tú me cumplirás mi sueño y yo le cumpliré su sueño”.
Romeo pensó que se había equivocado al aceptar que su sobrina lo acompañara. ¡Ahora resultaba que el sueño de René era tener el león para llevarlo con su mamá! ¡Qué absurdo! Seguro que jamás había tenido ese deseo, ¡era un capricho pasajero!
“Por favor, tío, por favor”, volvió a suplicar René.
¡No!, dijo Romeo. Firmó el voucher y preguntó cuándo enviarían al león. Alondra explicó que, de acuerdo con el protocolo firmado, ellos trasladarían al león una noche antes de la boda, para que los novios, después del brindis y en medio de una valla con los invitados, caminaran hacia la jaula donde hallarían al león.
René, durante todo el camino de regreso, nada dijo. Permaneció con los brazos cruzados y con la mirada hacia el cristal. Romeo pensó que ya se le pasaría. Ella, por el contrario, iba pensando qué haría para estar en el rancho el día del traslado de Elías. Pensaba que bajaría al desván y rompería la alcancía de barro con forma de cuchito. Llevaba dos años ahorrando, religiosamente, lo que le daban su tía, su madrina y su tío Romeo. El cuchito estaba lleno. Sin duda que ya era una cantidad muy decente. Así fue. Cuando con el martillo rompió la alcancía y la niña contó el total se dio cuenta que había superado, por trescientos veintidós pesos, el dinero que Romeo había gastado en el león: su ahorro era de ¡veinte mil trescientos veintidós pesos!
La tarde del día previo a la boda le explicó a la asistente cuál era su plan, le pidió que la acompañará, remató con un: “Recuerda, Pilita, que yo también extraño mucho a mi mami, pero algún día la visitaré en el cielo”. Llamaron al sitio de taxis. La asistente cedió. René no salía sola, por ningún motivo. La mujer y la niña subieron al taxi y René ordenó al chofer que las llevara al rancho El Dorado. René iba feliz, puso sus manitas en la ventanilla y miró el arroyo que corría al lado de la carretera y los sembradíos de maíz que eran sobrevolados por decenas de zanates. La mujer tomó su celular y le comunicó a la tía que había llevado a la niña al cine. Regresarían por la noche.
Bajaron del taxi, pagó y le dijo al chofer que no era necesario que las esperara. Ellas se quedarían ahí. Caminaron por el sendero de grava y llegaron hasta la casa principal. René tocó y, cuando un joven con mandil blanco le abrió, preguntó por Alondra. Ésta la recibió con un abrazo, las pasó a la cocina y les ofreció un vaso de temperante con hielo.
“¿Puedo ver a Elías?”, preguntó. Alondra dijo que sí, dijo que ya preparaban el traslado. En la puerta del galpón, René vio una camioneta con una jaula especial en la góndola, donde sería trasladado el león. René preguntó quién era el chofer. Alondra llamó a Esteban y lo presentó: “Acá, esta niña bonita, pregunta quién es el chofer que trasladará a Elías”. El chofer, con las manos en las bolsas del pantalón, dijo: mucho gusto. Entraron al galpón. Elías estaba en la esquina más lejana, estaba sujetado por una cadena que habían enrollado en un poste de madera de medio metro de alto. René se acercó, dijo: “¡Hola, Elías! ¿Qué sueñas?”. La niña oyó una voz como de una canica rebotando sobre una nube de algodón: “Quiero ir con mi mamá”. Estaba segura que ni la asistente de su casa ni Alondra habían escuchado esa petición triste de Elías. Entonces, la niña salió del galpón, se sentó sobre un murete de piedras, sacó su celular, marcó y, cuando su tío contestó, ella le preguntó si quería saber cómo terminaba el cuento de Juan Gabriel Vázquez. El tío que, inclinado sobre el restirador, dibujaba el proyecto de la casa del ingeniero Rodríguez, dijo que en ese momento no podía atenderla. Más tarde pasaría a su casa, le llevaría un libro sorpresa y un pedazo del pastel de tres leches que tanto le gustaba.
René bajó del murete y se acercó con el chofer. Del bolso sacó un fajo de billetes y le dijo al chofer: “Son diez mil. ¿Los quiere? Son para usted, para que le compre juguetes a sus hijos, para que le compre ropa a su mujer, para que usted se compre lo que quiera”.
Entonces, René, como si estuviera en el auto, al lado de su tío Romeo, terminó de contar el cuento “El sueño de Elías”, del escritor Juan Gabriel Vázquez.
El abuelo dijo a su nieta que se apurara porque se hacía tarde para llegar al centro deportivo. La nieta corrió hacia el abuelo y le dijo: “No lo vas a creer, el león habla. Me dijo que quiere ver a su mamá”. Sí, dijo el abuelo, tienes razón, no lo creo. Lo que creo es que llegaremos tarde y perderás tu lugar en la prueba. “¿No te das cuenta de lo que digo? Digo que este animal te puede hacer millonario”, dijo la muchacha. El abuelo dejó la cubeta en el suelo y le dijo a su nieta que no entendía, ¿podía explicarle? “Estoy viendo los grandes espectaculares en toda la ciudad: ¡La gran atracción, Elías, el león que habla!”. El viejo dijo que era una tontera, el animal no hablaba. La nieta lo jaló, lo paró frente al león y preguntó: “¿En qué sueñas?”. El viejo nada oyó. Ah, son boberas, dijo, vámonos ya. Pero la nieta oyó, como si un vaso de cristal fuera acariciado por el viento, una voz que dijo: “Por favor, niña, quiero ir con mi mamá”.
La nieta pensó que su abuelo era igual que todos los adultos, no oía la voz de los animalitos. No lo había convencido, por más que picó su amor propio y le puso por delante la posibilidad de ganar dinero con el león en su circo. Pensó entonces que debía hacer algo para cumplir el deseo de ese pobre león moribundo.
Al otro día, muy temprano, salió de la tienda de campaña y, con pasos medidos, subió a la camioneta que tenía la jaula en la góndola, puso en marcha el motor y se dirigió a la vieja bodega.
“Vamos, viejo Elías, vamos, vamos a ver a tu mamá”, dijo la nieta cuando estuvo frente al león. El animal, como si fuese un anciano al que le prometen un pedazo de su pastel favorito, se paró con dificultad pero con el rostro iluminado, y siguió a la nieta que lo condujo a la camioneta del abuelo y lo metió a la jaula.
Antes de abandonar la bodega, marcó a su abuelo y le dijo que ella había tomado la camioneta. Estaba bien. No debía preocuparse. Colgó. La nieta condujo durante trece horas seguidas. Sólo se paró en una estación de gasolina para recargar y comprar un jugo de naranja. No tardó, porque dos personas se acercaron a ver qué había en la jaula, a pesar de que había puesto una manta para evitar el morbo.
Llegó al zoológico a las diez con treinta de la noche. El zoológico ya estaba cerrado. Ella bajó y, con una ganzúa y una lámpara de mano, logró abrir la puerta. Corrió el cerrojo de la jaula y bajó al león. “Vamos, Elías, vamos a ver a tu mamá”. El animal lo siguió por el camino central. Todos los animales parecieron tomar vida. En la jaula de los monos, éstos se agolparon contra la reja, gritaron y dieron de vueltas al ver al animal. Muchos pájaros salían de las frondas de los árboles y sobrevolaban el paso de la nieta y el león. Ella lo había puesto a su lado y los dos caminaban como viejos amigos. El león había dejado su paso cansino, parecía haber regresado de la muerte y caminaba lleno de vida, a pesar de su condición física miserable. No arrastraba la cola, la llevaba erguida. Cuando llegaron a la zona de los animales grandes, la nieta le dijo a Elías: “Huele, Elías, huele, reconoce a tu mamá y llévame a ella”. El león levantó la cabeza, olisqueó y torció a la derecha, caminó más rápido. La nieta se quedó atrás y dejó que el animal buscara su querencia. Ella se recargó en una protección metálica y vio que, en la jaula de los leones, una hembra se paraba de manos sobre la malla y lamía al recién llegado, que, podía decirse casi feliz, se frotaba contra la malla y emitía sonidos como cuando el aire se acomoda en una sala. La nieta oyó que el león hablaba, como si fuese un bebé repetía una sola palabra: “Mamá, mamá, mamá…”
En ese momento las luces del zoológico se prendieron y la nieta oyó carreras y voces de los guardias. Ella también corrió y buscó la salida. Aún alcanzó a cerrar la puerta y subió a la camioneta, prendió el motor, puso primera y la echó a andar a velocidad moderada. En una gasolinera bajó, pidió una taza de chocolate caliente en la cafetería y llamó al abuelo, le dijo que ya había logrado que adoptaran al león, ya no debía preocuparse por llevarle comida. El abuelo dijo que regresara de inmediato, pero la nieta ya no lo escuchó porque había colgado.
Romeo quiso demandar a los propietarios del rancho, pero René le dijo que no lo hiciera, ellos no habían tenido la culpa. Elías ya estaba, feliz, con su mamá. Ese había sido el regalo de sus quince. Romeo no pudo creer lo que pasó. La tía reprendió a la asistente cuando supo la verdad, pero ella dijo que lo había hecho porque el león quería ver a su mamá, porque René tampoco tenía mamá.
Al chofer sí lo amenazaron con que a la otra se iba de patitas a la calle. Los propietarios del rancho no se molestaron demasiado, porque ellos habían vendido en veinte mil pesos al animal.
¿Qué pasó con el obsequio de boda? Un mes después, Romeo, en compañía de René, llevó a Armando y Elena al zoológico. Elena, como niña, preguntó si ese león era Elías. Sí, dijo René, ahora está con su mamá. Los veterinarios del zoológico también habían hecho milagros con el animal que ya se miraba muy repuesto. Romeo abrió una caja que había llevado cargando y, enfrente de la jaula de los leones, les entregó su regalo: el reloj antiguo de la abuela.
René se acercó a la barra de contención, vio a Elías, éste pareció observarla con atención. René, con voz baja, le preguntó: “¿En qué sueñas?” y oyó una voz como de una hoja seca cayendo en otoño: “Sueño en Dios”.