lunes, 4 de julio de 2016
HIJOS DE LA RUTINA
Somos hijos de la rutina, nietos de la repetición de patrones de conducta. En casa de mi madrina Chilita, el tío Ramón, todas las mañanas, abría el balcón y tomaba el café viendo la calle; la tía Eugenia, puntualmente, se enredaba en su chal negro y salía, con paso de gallina, para ir a misa de siete; la abuela Engracia entraba a la cocina, removía la brasa del fogón y ponía a calentar tortillas con nata. Eugenia Segunda avisaba que estaría en el sanitario, entraba con una revista de Memín Pinguín, todo mundo sabía que no saldría hasta que terminara la revista. Así todas las mañanas. No variaba la rutina ni los domingos. Durante las mañanas nadie podía notar un cambio entre lunes o fines de semana. Ya más tarde sí todo cambiaba, en apariencia, porque de lunes a viernes los comportamientos tampoco variaban: el tío Ramón, a la una en punto, después de bañarse y rasurarse, se ponía el traje café (el único que tenía), pasaba a cortar una flor del jardín que sembraba en la solapa y se encaminaba al Rincón Brujo donde tomaría la cerveza con sus amigos, que en ese tiempo eran don Ramiro (celador), el profe Roberto (maestro jubilado), Cliserio (mecánico) y Ramón (balconero que, decía, no hacía balcones sino puertas y por eso en el letrero de su negocio decía “puertero”); la tía Eugenia ya no regresaba a casa después de misa, directo pasaba al mercado donde Quique y Salomón le llevaban las ollas con atol de granillo que vendía en uno de los pasillos; la abuela Engracia se pasaba todas las mañanas adentro del oratorio pidiendo por todos los hijos, nietos, parientes, amigos y demás integrantes de la sociedad humana. Todo lo hacía en voz alta. A veces yo pasaba frente al oratorio, me acercaba a ver a la abuela en medio de la penumbra, iluminada solo por una veladora, y escuchaba: “…y te pido por el presidente de la república, para que ilumines su mente y pueda conducir a buen puerto el barco que…” o “…y ayuda a Vicente Saldívar para que gane su próxima batalla…” (el presidente de ese entonces era Díaz Ordaz y Vicente Saldívar era un boxeador que era un orgullo del deporte mexicano). ¿Y Eugenia Segunda? Como no trabajaba dedicaba toda la mañana a pintarse las uñas y probarse vestidos para esperar a Caralampio, quien, a las cuatro de la tarde en punto, con un ramo de rosas en las manos, tocaba la puerta. Eugenia Segunda se levantaba de la silla de la sala, se alisaba la falda, se miraba en el espejo que estaba colgado a la mitad de la pared, al lado de la fotografía oval donde estaban los abuelos en color sepia, y decía: “Voy, voy, mi vida, voy”. Jacinto me decía qué sucedería la tarde en que no fuera Caralampio sino otro el que tocaba la puerta. Pero no, nuestros ojos jamás vieron esta posibilidad. En lo dicho: todo era rutina. Jacinto y yo mirábamos a los novios. Habíamos hecho dos hoyitos a la tela del biombo, nos colocábamos detrás y los mirábamos: ella cambiaba las rosas en el florero, las del día anterior las ponía en el basurero; se sentaba, abría una revista que se colocaba sobre los muslos; Caralampio se acercaba y él era quien daba vuelta a las hojas cuando ella se lo indicaba. Él a la hora de dar vuelta a la hoja le ponía la mano sobre la rodilla y ella, de inmediato, se la retiraba; así una y otra vez, hasta que la noche comenzaba a asomar. Eugenia Segunda prendía la lámpara de mesa, tomaba la biblia y comenzaba a leer en voz alta. Caralampio se sentaba en una silla aparte, la abuela llegaba, decía “María Divina” y los dos respondían “Madre del universo”. La abuela se sentaba al lado de Eugenia Segunda, cerraba los ojos y la nieta seguía leyendo pasajes de la biblia. ¡Siempre era lo mismo! Yo creía que las moscas siempre eran las mismas y hacían el mismo recorrido, una y otra vez. Jacinto decía que era imposible, que las moscas vivían muy poco tiempo, que siempre eran otras, pero yo sentía que el viento era el mismo, que siempre entraba a la sala a la misma hora del día anterior y se iba a la misma hora. Sin falta, las campanas de Santo Domingo tocaban a las cinco y media, al cuarto para las seis y a las seis en punto; sin falta el padre se paraba detrás del altar de mármol y decía: “En el nombre del padre, del hijo y…”. Siempre lo mismo. Por eso, cuando alguien se casaba o era el bautizo de un sobrino o llegaba la feria de agosto, Jacinto era feliz, porque botaba la rutina. Pero los demás, seguían en el mismo camino. El tío iba a tomar la cerveza al Rincón Escondido; la abuela rezaba más de la cuenta; la tía regresaba del mercado y entraba a su cuarto para oír la radio, tal como lo hacía todas las tardes; y Eugenia Segunda se excusaba con Caralampio, pero le decía que no le gustaban los amontonamientos de la feria. Lo más que permitía era que su novio agregara al ramo de rosas una bolsa con curtidos.
Cuando el tío murió, sus amigos tomaron la costumbre de pedir una cerveza más, como si él estuviera presente; a la abuela la encontraron muerta en el oratorio, una tarde Eugenia Segunda vio que ya eran más de las seis y no salía, fue a verla y la encontró tirada en el suelo (Jacinto dijo que pedía por tantas personas que, a veces, sin duda, se olvidaba de pedir por ella). La tía Eugenia enloqueció, sólo así logró interrumpir la rutina de más de cuarenta años, pero adquirió otra, porque a mitad de la madrugada se paraba, iba al patio y, al lado del árbol de durazno, imaginaba que tenía las ollas y, en el aire, movía los brazos como si sirviera el atol de granillo en los vasos de cristal.
¿Y Eugenia Segunda? Caralampio, un día, decidió romper la rutina. Como vio que ella insistía en retirarle la mano cuando él la colocaba en la rodilla, se hizo novio de Elena, quien, sin duda, dejó que la mano de él subiera por el muslo y jugara en la entrepierna. Ella siguió con la rutina, con la única salvedad de que Caralampio no acompañaba su hastío de cada tarde.
De mi madrina Chilita nunca supimos más, porque ella no vivía ahí. Un día (yo no había nacido), sin decir algo, se subió a un camión y se fue para Veracruz. Como la casa la había heredado ella de su difunto marido seguía siendo la casa de mi madrina Chilita.
¡Dios mío! Qué vidas tan rutinarias. Ahora yo me levanto todos los días (incluidos el día primero de enero) a las cuatro de la mañana y me acuesto (incluida la Nochebuena) a las ocho de la noche. Todos los días leo y escribo. Algo se me pegó de aquella rutina de infancia. El otro día, Ramiro me dijo que ya se estaba cayendo mal porque se le volvió costumbre leer las Arenillas a la hora que llega a la oficina. Antes de cualquier otra cosa, me dijo, abro la computadora y leo tus boberas. Somos hijos de la rutina. ¿Cómo se quiebra este vaso de cristal tan duro?