martes, 26 de julio de 2016

CUANDO VOY EN CARRO




¿Me perdonarán los peatones? Tal vez no saben que lo hago por su bien. Me da mucha pena, pero cuando manejo mi auto ¡no cedo el paso cuando a mí me toca!
Hubo un tiempo en que era muy amable (es mi natural). Si llegaba a una esquina y algún peatón (conocido o no) esperaba pasar, yo hacía alto total, esbozaba una ligera sonrisa y movía la mano como si fuera mesero sin charola y cedía el paso. En muchas ocasiones cedí el paso no sólo a peatones sino a automovilistas.
Ahora no lo hago. Me da mucha pena, pero cuando voy en auto soy el tipo más individualista y egoísta del mundo.
Digo que antes no era así. Puedo, a la manera clásica, decir que los demás me hicieron así.
Resulta que en una ocasión iba en mi carro, por la bajada hacia San Sebastián, en la calle que están las peleterías y, al llegar a la esquina, media cuadra antes del Gimnasio Cuauhtémoc, me topé con una señora que cargaba una olla tapada con papel metálico. Se veía en la cara de la mujer que la olla estaba pesada. Sus brazos estaban extendidos y se notaba la tensión de sus músculos, ya un poco flácidos por la edad. La mujer me vio y yo, de inmediato, sonreí y moví mi mano, como torero, en un signo inequívoco de que le cedía el paso para que llegara más pronto a su lugar de destino, porque yo iba apoltronado en mi carro y ella caminaba; porque yo iba con las manos sobre el volante y ella las llevaba en la base de la olla pesada. La mujer trató de sonreír. Ya por el cansancio no alcanzaba ni a mover los labios, pero dio un paso y bajó de la banqueta. La vi pasar frente a mí. Diez pasos más, pensé, y alcanzará la otra banqueta y yo podré continuar con mi viaje; pero un segundo después vi en el espejo lateral que un bicicletero venía detrás de mí y pedaleaba a todo lo que daba. Como vio que yo estaba parado, el bicicletero (es comportamiento normal en ellos) me rebasaría por la izquierda. ¿Ya dije que era una bajada? El bicicletero estaba recargado sobre el manubrio y no le vi intenciones de frenar, ni para ver si venía carro en la calle transversal. Nosotros (uf) llevábamos preferencia. El movimiento presagiaba que la señora, la olla y el contenido de ésta terminarían a mitad de la calle. La comida se echaría a perder, la olla quedaría despeltrada y la señora, ¡Dios mío!, tendría dos fracturas, una en un brazo y la otra en la cabeza. Así que no me quedó más que aventarle tantito el carro, tantito, apenas centímetros y tocar el claxon como loco. La mujer, tuvo la reacción natural, volteó a verme, se paró, colocó la olla sobre el carro y comenzó a golpear (también como loca), el cofre del auto. Pateó dos veces la defensa delantera y me mentó la madre (también dos veces), una vez doblando el brazo y la otra con un grito que espantó a todos los peatones. Sentí el aire del bicicletero que pasó a mi lado como locomotora desenfrenada. ¡Mi movimiento le había salvado la vida a la señora! Sonreí. La señora, como nunca se enteró de que yo era su salvador, dio la vuelta al frente del carro y se paró frente a mi ventanilla y comenzó a tirar golpes con su mano derecha. Yo me hice para atrás, tratando de explicarle. Ella, al ver que sus golpes no me alcanzaban, acumuló saliva y me aventó el escupitajo que, gracias a Dios, no me alcanzó en la cara. El gargajo quedó embarrado en la chamarra azul que ese día estrenaba. Como dice la canción, la mujer no entendería razones, así que pensé poner primera y arrancar, pero vi que sobre el cofre permanecía la olla. ¿Y si arrancaba importándome poco que la olla y su contenido quedaran en el suelo, a mitad de la calle? ¡No! Don Caralampio, talabartero que me conoce desde siempre ya me había identificado. Así que no me quedó más que bajarme del auto y colocar la olla sobre la banqueta, mientras la señora descargaba su coraje contra mi cuerpo que, al final, quedó tan adolorido como el de ella. El de ella por cargar la olla y por hacerla de Canelo Álvarez durante casi un round y yo por ser el costal que recibió toda la golpiza. Al final logré subir a mi auto. Vi que una larga fila de autos se había formado detrás de mi carro y dos o tres automovilistas se pegaban al claxon y no se desprendía y otro automovilista más me gritaba que avanzara, que era yo (sí, ya adivinaron) hijo maltrecho de mi madre.
Por esto, ahora, soy el chofer más egoísta del mundo. Me da pena. A veces llego a una esquina y veo a mujeres cargando bolsas pesadas o a viejos con bastón o a muchachas bonitas con faldas a mitad del muslo. Todos, invariablemente, me sonríen, en un intento de que yo, caballeroso, les ceda el paso, pero yo, ¡qué pena!, me hago tacuatz y miro hacia otro lado, meto primera y sigo mi camino. Ellos, lo sé, deben mentarme la madre en su pensamiento, pero yo hago todo en intento de salvarles la vida, sobre todo de salvar que los traseros de esas lindas muchachas terminen empolvándose a mitad de la calle ante el empellón de un bicicletero audaz e inconsciente.