martes, 5 de julio de 2016

UNA TARDE APACIBLE




El asistente me guio por un pasillo de ladrillos recién lavado. La humedad trepaba del piso a los macetones con helechos. Entramos a una estancia con mucha luz, propiciada por los ventanales que daban al jardín. El muchacho me dijo que me sentara, que el maestro no tardaba en atenderme. Me quedé solo. El jardín aparecía entre la niebla del día. Todo estaba lleno de silencio. Apenas se oía el zumbido de una mosca que insistía en posarse sobre mi rodilla. El maestro entró, se disculpó, dijo que había pasado una mala noche. Vestía una chamarra gruesa. Se sentó frente a mí. El asistente entró y nos ofreció café y unas piezas de pan. Tomé la taza y un pan. Agradecí al maestro por haberme recibido. Él dijo que estaba bien, bueno, agregó: Yo no estoy bien, estoy mal, pero estoy bien. ¿Entiende? Sí, le dije. Sí, dijo él, así es todo en la vida. A veces estamos bien, pero el país va mal. Me vio y dijo: Este ha sido mi mundo, los libros, y levantó tantito su brazo derecho para abarcar las paredes tapizadas de libros. En el rincón de la biblioteca donde estábamos había un orden, pero dos metros más allá, existía un caos hermoso, todo era un regadero de libros. Sobre el escritorio había varios promontorios de libros, que, a semejanza de la torre de Pisa, misteriosamente lograban el equilibrio. Recordé que Julio Cortázar dijo que la noticia más sorprendente del mundo sería cuando la torre de Pisa se derrumbara. Rodrigo dice que no, que la noticia más sorprendente será ver la primer nave extraterrestre aterrizando en una plaza. Rodrigo dice que ojalá sea en Comitán para que, por primera vez en la historia, seamos noticia mundial.
¿Usted es de Comitán, verdad?, me preguntó el maestro. Dije que sí. ¿Y cómo está Comitán? Mi respuesta fue inmediata: bien, dije. Ah, Comitán está igual que yo, dijo el maestro, tomó un sorbo de café y, cuando colocó la taza sobre la mesita, dijo que había llegado a la cima. Comprendí, dijo, que la vida era subir, subir, hasta llegar a la cima, para ver el mundo desde ahí, pero ahora, mire, llegué a la cima de mi montaña, sólo para ver, desde ahí, miles de montañas más altas. No sé si me equivoqué de montaña o a todo mundo le sucede lo mismo. No obstante, creo que nadie puede eludir ese destino: subir, subir. ¿Para qué? ¿Para esto? ¿Para comprobar que existen montañas más altas? ¿Cuál es la montaña que permite ver todo desde arriba? Sí, el Everest. Pero, en la vida, amigo, no hay mapas que indiquen cuál es nuestro Everest. Mire, dijo y señaló uno de los ventanales, esa neblina es visita permanente acá en San Cristóbal. ¿Cómo iba a saber cuál era la montaña más alta si el día que comencé a subir estaba nublado? En Comitán ustedes tienen la fortuna de ver con más claridad, pero no sé si logran ver sus montañas. Usted ¿tomó el camino correcto?, me preguntó. No supe qué decir. Quedé pensando.
El maestro se levantó, fue al escritorio y tomó un libro que estaba en la parte más alta de ese bonche de libros. Lo levantó y dijo: Mire, ¿ve qué fácil es cambiar la cima? Y colocó el libro sobre el piso. Ahí lo dejó. Dijo: No tardo en pasar de la cima al piso. Ahora ya me duelen las articulaciones. Cada vez me es más difícil salir. Por eso agradezco que haya venido desde Comitán a saludarme, pero debo ser grosero con usted y despedirlo. Me cuesta trabajo hablar. Debe ser que ya me dio el mal de montaña y en esta altura la densidad del aire provoca una insuficiencia de oxígeno. Dije que estaba bien, que yo era quien agradecía los minutos de su tiempo. Sí, dijo, todo está bien, como estoy yo, como está Comitán, como está el país, como está el mundo. Mientras lo dijo caminó hacia la puerta por donde entró. Las últimas palabras las escuché lejanas, como si él estuviera en la punta de un cerro y yo abajo, en medio de un bosque tupido de árboles.
El asistente entró y me preguntó si deseaba algo más. No, dije. Me acerqué a uno de los ventanales y miré el jardín en medio de la niebla. ¿Siempre es así?, le pregunté. No, me dijo, a veces está de buenas. Cuando está bien me llama y me dicta. Ya no puede escribir, ahora todo me lo dicta, pero se cansa.
Yo había preguntado si siempre era así el clima de San Cristóbal, sólo para hacer plática, pero el asistente creyó que le preguntaba acerca del maestro. Regresé a la mesita, tomé una servilleta y guardé un pan. Le dije que lo llevaría para el camino. Él sonrió, dijo que estaba bien. Yo pensé que sí, que el acto estaba bien, que estaba igual que el maestro, que San Cristóbal, que Comitán, que yo, igual que todos. El maestro había dicho: “No estoy bien, estoy mal, pero estoy bien”. Me había preguntado si había entendido, y yo dije que sí, que había entendido.