sábado, 7 de julio de 2018

CARTA A MARIANA, DONDE APARECE UN RECUERDO




Querida Mariana: Por favor, dejá que hoy te cuente algo íntimo. La otra tarde bajé a La Pila. Me encanta hacerlo, de vez en vez, para escuchar el sonido de los chorros. Me siento en una grada, cierro los ojos y escucho el murmullo del agua en su caída. Un sonido aparece en la caída y otro en el choque del piso. El agua sale de un hueco y desaparece en otro. No sé de dónde llega esta agua (Amín Guillén y los de COAPAM deben saberlo, tal vez Amín lo sabe mejor que los funcionarios del Sistema de Agua); no sé adónde se oculta.
Bajé a La Pila y, cuando abrí los ojos, vi esta figura. ¡Es mi primo!, dije. Ramiro nació en Comitán, pero ahora radica en Guadalajara. De vez en vez regresa al pueblo y recorre las calles que recorrió de niño. Ver a Ramiro me causó gran gusto. Algo como un aleteo con alas de agua apareció frente a mi cara y frente a mi corazón; la presencia de Ramiro colocó una sonrisa de mariposa en mi rostro. Lo vi así como lo estás viendo vos, con el pie izquierdo posado sobre el cemento y con el pie derecho a punto de dar el paso. Si mirás bien, ya no camina en el tramo empedrado, ¡no!, ya está en el piso de cemento agrietado. Algún símbolo hay en ello.
Si veo la sombra advierto que la tarde aún es tierna, pero ya no niña. Tal vez eran las cuatro o cuatro y media de la tarde. Él caminaba con precaución, con paso lento. Mi primo ya no es un jovencito, debe tener más de setenta años. Es el mayor de los hijos de mi tía Rosita y de mi tío Ramiro. Esa tarde vestía un pantalón de mezclilla (siempre lo he visto así), una camisa de manga corta y una boina.
No sé qué pensaba mi primo a la hora que comenzó a bajar por la mítica Calle del Resbalón. Ya te conté (en alguna carta anterior) que la calle que baja del parque con rumbo a la Ciénega se llamaba del Resbalón (en una casa estaba anotado tal nombre. En una ocasión, Mario Escobar sugirió que se volviera a pintar dicho nombre y una funcionaria del Ayuntamiento actual se comprometió a hacerlo, pero un año después sigue sin cumplir). ¿Por qué se llamaba del Resbalón esta calle? Ah, porque como siempre estaba mojada, por el agua que rebosaba de los chorros, muchas de las personas que por ahí bajaban ¡resbalaban! Es, como mirás, un nombre simpático, casi tan simpático como el Callejón del Beso, que existe en la ciudad de Guanajuato. ¡Claro, es más simpático que una pareja se bese en el callejón a que termine con las nalgas sobre el suelo! En Guanajuato está el letrero que ostenta Callejón del Beso y muchos turistas llegan y se toman las fotografías del recuerdo. En Comitán (por desgracia) no tenemos conciencia de lo mínimo, pero que nos da identidad. Juan propuso el otro día que si el gobierno no lo hace deberíamos hacerlo nosotros, el pueblo, pero luego alguien dijo que es preciso solicitar permisos ante las autoridades, y éstas son como los que “ni pichan, ni cachan, ni dejan batear”. Ya en una ocasión un grupo de jóvenes quiso rehabilitar la ciclo vía de la Séptima. Apenas habían sacado brochas y pintura, cuando llegaron policías y dijeron que los muchachos no tenían autorización para hacer tal acto. Las autoridades luego dijeron que ellas se encargarían de la remodelación. Como en el caso del letrero, la ciclo pista nunca recibió atención. ¡Ni pichan ni dejan cachar! ¡Ah, qué indolencia!
No sé qué sentimientos se amontonaban como tsizimes en el bolcojosh del corazón de mi primo. Porque, querida Mariana, mi primo creció en este barrio. Vivió en una casa que existe en la calle lateral a la del Resbalón. Pero el revoloteo de su espíritu, sin duda, se dio, porque en la esquina inferior de la calle del Resbalón, estuvo la casa de la abuela Juanita y del abuelo Guillermo. Esa casa que recuerda mucha gente del Comitán de los años sesenta. Sin duda que mi primo bajó cientos de veces esta calle para ir a casa de la abuelita Juanita; sin duda que en una de esas bajadas, mi primo resbaló y se dio un sentón de padre nuestro. Llegó con el trasero del pantalón todo húmedo y le dio un beso a la abuela Juanita (quien siempre estaba sentada en el corredor de la casa, esperando a los niños que llegaban a bañarse en “los tanques”. Ella esperaba ahí, extendía la mano y recibía la moneda que le daba derecho al niño a echarse clavados). Ramiro, por supuesto, no pagaba. No lo hacía, porque era de casa, de la familia, era uno más de los muchísimos nietos que tuvo (mi tía Juanita tuvo más de diez hijos. Una vez le confió a mi mamá: “Ay, Hildita, me da pena con el agente viajero, siempre que llega me encuentra con la gran panza”). Así que Ramiro se quitaba la ropa, colgaba el pantalón mojado y corría hacia donde varios niños retozaban en las albercas. Los “tanques” de los Bermúdez fueron famosos, igual de famosos que la alberca que había en “La Primavera”, en el barrio de Yalchivol; igual de famosos que el canal de “La Castalia”, en el mismo barrio; tan famosos como “La Poza del Soldado” del Río Grande, o “La Tapadera”, que eran los lugares de recreo en los que los niños de aquel tiempo llegaban a bañarse. En algunos casos pagaban una moneda (de mínima denominación) y en otros, por ser lugares públicos, nada pagaban. Quienes vivieron ese tiempo recuerdan momentos hermosos. ¿Cuántos recuerdos gratos tiene mi primo, cuántos ingratos?
Lo vi en su barrio y me dio mucho gusto. No corrí a saludarlo, porque supe que él, en ese instante, estaba pepenando una serie de vivencias con el atrapa sueños de su memoria. Bajaba sólo para recordar, para recuperar las huellas que sembró de niño. Esas huellas sembradas en los años cincuenta han crecido, han crecido tan altas como si fueran ceibas. Los seres humanos, a medida que envejecemos, tenemos necesidad de trepar a lo más alto de esos árboles, para recuperar los sonidos y aromas de nuestra niñez. ¿Qué jugaban todos los primos y hermanos en aquel patio célebre de la casa del tío Guillermo? ¿Cómo sonaba el agua a la hora que chocaba contra las paredes de las albercas, a la hora que los niños tomaban carrera y se aventaban al tanque? ¿Cómo sonaba la risa de los niños a la hora de jugar de caballito, a la hora de aventarse agua, a la hora de echarse bucitos? ¿Cómo sonaba el viento que se enredaba en las ramas de los árboles donde cantaban las tiucas?
Esa tarde, los chorros estaban secos. Tal vez alcanzás a ver el saliente del tubo y mirás que está seco. ¡Qué indolencia de las autoridades!
Esa tarde jugué a imaginar los chorros de agua. Cuando abrí los ojos y vi a mi primo ¡escuché sus pasos! Pasos lentos, cuidadosos. Ya sin la vitalidad del paso que tuvo cuando fue niño y corrió por toda la bajada para llegar a la casa de los abuelos, de cuando trepaba a los árboles a cortar jocotes; de cuando se despatarraba sobre un carretón y se deslizaba en la bajada; de cuando jugaba chinchinagua; o de cuando jugaba escondidas y se ocultaba debajo de la cama, detrás de un árbol o adentro de un ropero.
Esa tarde volví a cerrar los ojos, quise retener en mi memoria los pasos de mi primo, ya con más de setenta años. Esa tarde, ya no niña, ya un poco llegando al ocaso, porque el sol estaba a punto de ocultarse, tuve los sonidos de un Comitán eterno: el viento de la Ciénega y el rumor de las hojas de la Ceiba que se movían, ellas sí, con la vitalidad de la eternidad.
Vi a mi primo y me sentí contento. Sentí su espíritu dándome la mano. Había llegado desde Guadalajara para pepenar las semillas que acá dejó sembradas.
Su hermano Pepe (que en paz descanse) era fiel creyente de San Caralampio. Cuando Pepe llegaba a Comitán, desde la ciudad de Puebla, iba al templo, oraba, y luego se sentaba en una banca del parque y, como si los gajos del aire fueran pétalos, bordaba coronas de flores limpias. Cuando se sintió ya muy mal físicamente pidió a sus hijos que pusieran la imagen de San Caralampio, pequeña, de madera, en el cajón. Así se fue, de mano del santo consentido de este pueblo.
Me dio gusto ver a mi primo Ramiro, el mayor de los hermanos.
Esa tarde, los chorros de La Pila estaban ausentes. Tal vez se hicieron a un lado para que lo único que resonaran fueran los pasos de ese querido hijo del barrio. Mi primo caminó por la calle del Resbalón. La sabiduría que conceden los años le permitió el sosiego y la calma. En tiempos por venir regresará a Comitán y entonces volverá a cortar los frutos que colgó esa tarde en el cielo de Comitán, en el maravilloso espacio donde Tata Lampo es el mero mero.
Posdata: Gracias, querida Mariana, por dejar que hoy abriera esta ventana y te contara de mi emoción al ver a mi primo. La fotografía que anexo es una imagen que guardo para siempre en mi corazón. La casa de la familia Avendaño perdió el copete, pero, por fortuna, mi primo lo conserva y lo corona con una boina y con una mente que funciona como bicicleta en el Tour de Francia.