jueves, 5 de julio de 2018

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA




Puede parecer una fotografía común. Pero para llegar a esta imagen fue necesario un camino largo.
En los años sesenta, los niños veían fotografías a través de un aparato (por lo regular de color rojo) que se llamaba “View Master”. En Comitán, en las ferias de agosto y de febrero, siempre había un puesto donde un señor colgaba los aparatitos en un lazo y los niños los alquilaban. Los niños de ese tiempo hacían lo mismo que hace el niño de esta fotografía. El View Master de aquellos tiempos tenía una palanca en el lado derecho que daba vueltas al disco de cartón con las imágenes, que eran pequeñísimos cuadros con filminas. Las imágenes contaban una historia o permitían hacer un viaje a través de países lejanos. El niño elegía el disco que deseaba ver, el que motivaba su interés. Antes de insertarlo en el disco, el niño miraba las filminas a trasluz, con el pretexto de elegir (En realidad, esto era una ligera trampa, porque sin pagar miraba otras imágenes). Cuando el niño elegía el disco, lo insertaba y, de igual manera que lo hace el niño de la fotografía, colocaba el aparato frente a su mirada y, bajando la palanca, disfrutaba una a una las imágenes de las filminas. Mientras estaba la luz del día, ésta se aprovechaba; cuando la noche llegaba, el dueño del local (pequeño, improvisado con una estructura de madera y techo con lámina de zinc), prendía un foco de sesenta watts, y el niño debía colocar el aparato frente al foco.
Mientras la feria, frente al parque central o frente al parque de La Pila, transcurría, el niño frente al View Master entraba a otra dimensión, a otro tiempo. Las demás personas daban vueltas por los puestos, olían el aroma de los encurtidos, de los mazapanes; admiraban los juguetes hechos de madera, carritos, trepatemicos, boxeadores o soldados, muñecas y pistolas de plástico; las demás personas subían a la rueda de la fortuna o a la rueda de caballitos, comían algodones de azúcar o bebían botellitas de mistela; se aventaban puños de confeti o se quebraban, sobre la cabeza, huevos llenos de harina. A lo lejos se escuchaba la marimba y el ruido de los cohetes restallando en el cielo. Mientras la feria sucedía, el niño frente al View Master miraba animales que en Comitán no existían: leones de melena, elefantes, cocodrilos y águilas; o veía paisajes imposibles: montañas y ríos helados, montañas con altura de miles de metros sobre el nivel del mar o grietas submarinas.
El niño comiteco de los años sesenta vivió un mundo maravilloso, pero jamás imaginó que la maravilla que estaba por llegar, en el siglo XXI, iba a superar todos los sueños. Lo que ve el niño de la fotografía es una realidad virtual, un mundo donde él se introduce y vive las imágenes, casi casi como si estuviera ahí. Los pies de este niño seguían en San Cristóbal, pero él veía que sus pasos lo llevaban por senderos llenos de árboles enormes, donde de pronto aparecían changos trepados en las ramas, changos que bajaban y “lo amenazaban”. Yo, desde un rincón, veía cómo el niño movía su cabeza para uno y otro lado y veía cómo hacía una mueca de espanto, se hacía para atrás, como si se detuviera y con ese movimiento evitara una dificultad real. El niño de los años sesenta vivía una ficción con imágenes congeladas; el niño de este siglo vive una realidad virtual con imágenes con movimientos alucinantes. El niño de antes miraba la montaña congelada, el niño de hoy, desde la cima de la montaña, se coloca un par de esquíes y desciende y salta saltos enormes y siente el vértigo de la avalancha que se precipita detrás de él y tiene que apresurar su descenso y ve sobre el hombro cómo la nieve viene tras de sí, amenazándolo con sepultarlo en una montaña de Suiza. Todo esto sucede desde una plaza de San Cristóbal de Las Casas.
El niño de la fotografía hizo una pausa en su realidad real, dejó en el piso el cajón de lustrar y pidió la oportunidad de entrar a una realidad virtual. Mientras los habitantes de la ciudad y los turistas gozaban un domingo espectacular, él dejó su realidad miserable en el piso y se colgó de una nube, de una nube de realidad virtual y, por un instante, cuando menos, abandonó su destino de estar frente a zapatos sucios y “vivió” la posibilidad de ser un turista en Suiza y se sintió niño afortunado, con chamarra gruesa y guantes, y se colocó un par de esquíes y descendió sintiendo el aire helado en su rostro, sintiendo que era como un águila volando sobre un mar de hielo.
En el Comitán de los años sesenta todo estaba como congelado. Nadie imaginó que un día el mundo tomaría movimiento, un movimiento vertiginoso que, ahora sí, se prepara para próximos mundos jamás imaginados. El niño de la fotografía no ha cambiado, es el mismo bolero de los años sesenta; lo que ha cambiado es lo que está al frente; es decir, el modo de evadir, por instante, la miseria de la vida.