martes, 17 de julio de 2018

CASA DE LA PALABRA




Cuando llegué a la Ciudad de México, para estudiar en la UNAM, me asombré al conocer LA CASA DEL LIBRO. Era una librería inmensa, con vidrieras que permitían ver, desde la calle, el interior lleno de estantes con libros. Ante esa rotundez, pensé que La Proveedora Cultural, lugar muy amado, tenía estantes esmirriados y su oferta era pishcul. Entiendo que La Casa del Libro aún existe, de igual manera que existe la querida Proveedora Cultural.
¿Cuántos libros había en la Proveedora? No pasaban de dos mil. La Casa del Libro, pensé, tenía miles y miles de libros, que eran como árboles llenos de ramas y de hojas y de nidos. Ahí estaba mucho del conocimiento humano y (lo advertí desde entonces, en los años setenta) no alcanzaban cien vidas para beberse todo ese tonel de aire limpio.
Me asombré ante esa librería, pero luego pensé que, de igual manera, debía existir algo que se llamara LA CASA DE LA PALABRA, pero apenas lo había pensado caí en la cuenta que la Casa de La Palabra es el diccionario, porque ahí están archivadas la mayoría de las palabras de una lengua.
Cuando llegué al departamento donde vivía en ese tiempo (departamento de la tía Josefa, mamá de Alfredo y del Güero, en la colonia Roma) saqué el diccionario Larousse del pequeño mueble que me servía como librero y le pegué en la portada una hoja con el letrero: Casa de La Palabra. Pensé que, así como lo había hecho el tío Mario, quien pegó en su vocho setenta y dos una calcomanía del Che en el frente, para personalizarlo, yo había personalizado mi diccionario y desde entonces se convirtió en la Casa de La Palabra. Si tenía duda de cómo se escribía una palabra o de su significado tomaba la Casa de La Palabra y la duda desaparecía. Hubo un instante que pensé que el diccionario también podía llamarse DESPEJADOR DE DUDAS. ¡Ah!, el diccionario era un buen libro práctico.
Pero, cuando días después le platiqué a Quique mi logro, él, comiendo el coctel de camarones acompañado con una Tecate, dijo que yo estaba equivocado, que la casa de la palabra era la voz del pueblo y, tomando un poco de cebolla con limón y salsa, con una galleta salada, dijo que el diccionario era clasista, que no agregaba las palabras verdaderas, las que usaba el pueblo a diario. Yo estuve de acuerdo. Sabíamos que los académicos (viejos gatos dormilones) se tardan mucho tiempo en incorporar vocablos nuevos, los que nacen del ingenio popular.
¿Entonces? Entonces ¡nada! ¡La casa de la palabra es esto!, dijo Quique, y movió su brazo derecho como si abriera una puerta y abarcó todo el espacio de la pequeña cantina. Vi que tenía razón. En las otras mesas, así como en la nuestra, la palabra era un venado saltando cercas; era un águila en la cima de la montaña; era una bola de nieve en alud; era una ola contra la escollera; era un barco encallado; era el silencio del templo; el golpeteo del balón sobre la duela del gimnasio. ¡Sí!, Quique tenía razón, la casa de la palabra estaba en la conversación diaria, en el grito, en el murmullo, en la súplica, en la ofensa y en la bendición.
Pero, insistí todavía, mientras echaba unas gotas de limón al bote de cerveza, las personas no tienen la definición de cada palabra que usan, es más, dije, hay mucha gente que no sabe el significado real de cada palabra. Recordé que mi papá decía: “Me es inclusive”, cuando quería decir que algo le valía sorbete. Mi papá jugaba con el idioma. Caí en la cuenta que esa ironía, esa capacidad de juego no está contenida en el diccionario, porque el diccionario, como decía mi amado Julio Cortázar, es “un cementerio”, porque los académicos siempre son muy solemnes, muy sobrios, muy poco pueblo.
Así pues, esa tarde, mientras Quique pedía otra ronda de cervezas y dos cocteles de ostiones, concluí que la casa de la palabra es el espíritu del hombre.
Cuando salimos, ya medio bolencones, nos abrazamos y caminamos por la calle de San Juan de Letrán, esa maravillosa calle que, según Sergio Esquivel, en una magnífica canción, era una calle “…de siempre, de todos los días, de toda la gente”, así como materia de todos los días es la palabra del hombre. Esa tarde, ya acercándonos al Palacio de Bellas Artes y a La Alameda, Quique y yo hicimos la promesa de que, al día siguiente, iríamos a la Casa del Libro para comprar uno o dos libros. Yo, pensé, compraré una novela de Jorge Ibargüengoitia; Quique dijo que compraría un libro de Alfonso Reyes. En ese tiempo leíamos a muchos autores mexicanos. Como dice la canción: “Llevábamos a México en la piel”.