martes, 31 de julio de 2018

FUERA DE LA MONOTONÍA




Martín cuenta que tuvo una infancia feliz. Su casa estaba frente a un campo que, en fines de semana, se convertía en un campo de fútbol. En ambos extremos del terreno estaban colocadas dos porterías, hechas con madera.
Yo vivía en el centro de la ciudad. Frente a mi casa había más casas; es decir, el paisaje no cambiaba. Todos los días ocurría lo mismo: salían y entraban personas por las puertas, se paraban en los balcones, platicaban en la banqueta. Eso era todo. La monotonía era mi vecina.
En cambio, en la casa de Martín el paisaje de enfrente cambiaba los fines de semana. El sábado y domingo se llenaba de jugadores que gritaban y pateaban balones y hacían polvaredas que llegaban hasta el patio de la casa de Martín.
Pero no era sólo eso, había más. Una o dos veces al año, en el terreno se instalaba el circo que llegaba al pueblo. Una mañana, sin aviso previo, llegaban grandes camiones que transportaban tubos, madera, estructuras metálicas y enormes carpas. Pero no era sólo eso, también llegaban camiones y tráileres que jalaban jaulas donde iban animales exóticos: llamas, tigres de bengala, leones, perros amaestrados, monos y ¡elefantes!
Un viernes, Martín llegó a la escuela con la novedad: El circo había llegado. Me preguntó si quería ver cómo levantaban la carpa. Dije que sí. Cuando salimos de la escuela, a las dos de la tarde, fuimos a mi casa a pedir permiso con mi mamá. Dijimos que la mamá de Martín me había invitado a comer. ¡Falso! Mi mamá dijo que estaba bien, pero que regresara antes de las seis. Dije que sí. Dejé mi mochila sobre el sofá y saqué una chamarra. Caminamos hacia la casa de Martín, hacia el terreno donde estaban los cirqueros instalando la carpa. Martín entró a su casa, sacó dos manzanas y me dio una. Así, comiendo, llegamos hasta el terreno, donde un grupo de hombres, musculosos, con el torso desnudo, con grandes mazos, sembraban troncos en el piso para sostener las cuerdas que, a su vez, soportarían la inmensa carpa. Otros hombres levantaban las estructuras que formarían el graderío y los palcos. Yo quería ver los animales que estaban en jaulas en la parte posterior. A tres elefantes ya los habían bajado de los camiones con redilas y estaban encadenados a postes sembrados en el suelo. En una jaula dos leones dormitaban. Un enano se acercó a decirnos que tuviéramos cuidado, que no metiéramos las manos en las jaulas. Una mujer con barba, sentada en un banco, jugando con un abanico, recomendó que nos fuéramos, que era peligroso estar ahí, que estábamos jodiendo el paso de muchachos que cargaban vigas. En un corral improvisado, al lado de pacas de heno, retozaban dos cabras, un par de llamas y tres caballos pony. Encaramado en la jaula de los leones estaba un chango que comía plátanos y que nos veía como lo que éramos, un par de extraños.
Martín dijo que cuando el circo llegaba el fútbol se suspendía. El circo tardaba, cuando mucho, diez días. Cuando los elefantes regresaban a los camiones y las jaulas de los tigres eran enganchadas a la parte trasera de los camiones y la carpa inmensa caía al piso haciendo una genial polvareda, que provocaba el enojo de la mamá de Martín, el fútbol volvía a convocar a jugadores y espectadores los sábados y domingos. Martín iba al campo, se sentaba en la orilla de la cancha, comía un bolis de grosella y disfrutaba los partidos, en forma gratuita.
Martín tuvo una infancia feliz. El terreno frente a su casa era un territorio que recibía la novedad con los brazos abiertos. Frente a mi casa no había más que casas, siempre casas, las permanentemente casas aburridas.
En la casa de Martín había un terreno al que llegaba el circo. Pero no sólo era eso, también llegaban como si nada, elefantes, leones, tigres, grullas, perros amaestrados, changos, osos y mujeres barbudas y payasos y enanos que corrían de un lado a otro, como si fueran niños detrás de la pelota.