martes, 7 de agosto de 2018

CARTA A MARIANA, CON UN RECUERDO DE VACACIONES




Querida Mariana: Mi primo Memo cuenta que lamentaba el final del periodo de vacaciones. Uno de los momentos más ingratos de su vida era cuando su papá le decía que debían regresar a Comitán. Él lamentaba mucho abandonar el rancho, terruño que había sido su refugio durante las vacaciones. Debía volver a Comitán, a su casa y a la escuela. ¡Ah, cómo lo lamentaba!
Entiendo que todo mundo lamenta el final de las vacaciones. He escuchado muchos lamentos de amigos cuando, estando en París, Sídney, Uninajab, San Cristóbal de Las Casas o Chacaljocom, deben volver a su rutina. La pausa agradable de las vacaciones es el mejor ungüento del mundo. Entiendo que todo mundo lamenta cerrar esa ventana luminosa. Pero, de veras, jamás he visto a alguien con tanta nostalgia, como cuando Memo me cuenta que el regreso a Comitán era una noticia ingrata para él, la más ingrata del mundo. El rancho era su vida y, una mañana, su papá se la arrebataba como si fuera un trapo sucio y la aventaba en la esquina más oscura de la casa grande.
El 22 de octubre de 1968, el nadador mexicano “Tibio Muñoz” obtuvo una medalla de oro, en los Juegos Olímpicos efectuados en la Ciudad de México. Apenas veinte días después de la matanza de Tlatelolco. Yo me enteré de tal triunfo, la tarde del 23 de octubre, dando vueltas en un parque de la ciudad de Matamoros, Tamaulipas, lugar a donde habíamos llegado con mi mamá para visitar a su hermano, mi tío Mario.
Mis papás no tenían ranchos, como el del papá de Memo, así que en vacaciones mi mamá me llevaba a la Ciudad de México, donde vivían mis abuelos Enrique y Esperanza, en una casa de la colonia Tacubaya, casa que daba a un callejón que aún recuerdo como un espacio que me provocaba miedo. En mi casa de Comitán, mi cuarto estaba frente al patio central; en la casa de mis abuelos maternos, el cuarto que me asignaban estaba al lado de ese callejón. A la hora que me acostaba, mi abuela me persignaba, cerraba la cortina y apagaba la luz. El cuarto se llenaba de la luminosidad que entraba de la lámpara que estaba en la esquina del callejón. Por más que cerraba los ojos, la oscuridad nunca llegaba. No llegaba el silencio de Comitán. A medianoche escuchaba ladridos de perros furiosos, de perros que, pensaba, estaban debajo de la ventana, casi al acecho, casi dispuestos a brincar, quebrar los cristales para aventarse a mi cama y morderme. Yo escuchaba, en la madrugada, pasos de gente que caminaba o corría por ese callejón, escuchaba gritos. Imaginaba que eran borrachos o delincuentes. Oía los ladridos de los perros y, ocasionalmente, escuchaba el silencio después que aparecía un sonido de fisga, como si alguien, con un cuchillo, cortara el cuello de una persona o el pescuezo de un animal. No dormía bien. Por eso, me puse feliz cuando mi mamá dijo que iríamos a Matamoros a ver a mi tío Mario y a mi tía Eloína y a mis primas.
Digo esto, querida mía, porque en ese año de 1968 yo había terminado la educación primaria, en la Fray Matías de Córdova; esto quiere decir que el 22 de octubre (antes) ya había dejado la escuela. Sin duda que ese mismo 22 Memo estaba en su rancho, trepado sobre un caballo, cabalgando en la orilla del río o corriendo en los pastizales o trotando por en medio de los sembradíos de maíz.
El periodo de vacaciones, entonces, era al final del año, porque los alumnos regresábamos a clases en el mes de enero. Pienso (no me hagás mucho caso, no tengo la certeza) que en 1968, los alumnos tuvimos vacaciones desde mediados de octubre hasta finales de diciembre. ¡Ah, qué feliz debió ser Memo! Yo no. Yo siempre amé en demasía a mi papá y en cuanto me llegaba la nostalgia le pedía a mi mamá que volviéramos a Comitán. Ya te conté que en una ocasión estábamos en Guatemala, la capital, días antes de navidad. Habíamos ido mi mamá, mi tía Emelina, una amiga de ella y yo. Cuando advertí que el veinticuatro lo pasaría lejos de mi papá hice berrinche hasta obligarlas a comprar boleto de regreso, para que estuviéramos en Comitán.
Soy todo un caso. Yo camino en dirección contraria a la mayoría de personas. En realidad, nunca he lamentado volver de vacaciones. Me causa escozor estar fuera de mi casa. Tal vez porque mis papás nunca tuvieron rancho, como sí lo tuvo el papá de Memo, quien, cuenta, el momento más ingrato de su vida era cuando su papá le decía que las vacaciones habían terminado y debían regresar a Comitán, volver a su casa y comenzar un nuevo ciclo escolar. El rancho era su vida y su papá se la cortaba de un tajo.
Posdata: ¿Imaginás qué delicia? El periodo vacacional de 1968 fue de la segunda quincena de octubre hasta el final de diciembre. Memo debió ser feliz durante ese tiempo. Sí, pero luego fue el niño más infeliz cuando terminó esa pausa que él hubiese deseado infinita.