miércoles, 29 de agosto de 2018

CARTA A MARIANA, CON VARIOS PRESENTES




Querida Mariana: Cuando una persona lo piensa bien, reconoce que los mejores regalos de la vida infantil siempre los recibió de sus papás. Hoy, si lo permitís, hablaré de tres regalos que me dio mi papá: un muñeco de cuerda, un carro de pedales y una marimba. Los presentes me llegaron en diferentes momentos, primero fue el muñeco de cuerda, un conejito de latón, forrado con fieltro, en colores rojo y blanco (los conejos deben ser blancos), cuya gracia era que tocaba un tambor. Yo le daba cuerda y el conejito movía sus manitas, con ritmo de maraquero, y tocaba, con dos baquetas, un pequeño tamborcito. A mí me encantaba escuchar el sonido y ver el movimiento de las manitas. El movimiento era sostenido, hasta que se agotaba la cuerda y se quedaba, congelado, con un bolillo en alto y el otro sobre la superficie del tambor.
El carro era de pedales. Ahora los carros son eléctricos, los niños suben al auto, accionan el botón de arranque y se desplazan. Yo me subía al carro, tomaba el volante, ponía mis pies sobre los pedales y, casi casi, con el mismo movimiento que hacía el conejito de cuerda con sus manitas, lograba impulsarme. Ya sabés que crecí en una casa enormísima de cuatro corredores, por lo que el juego era divertidísimo, porque tenía una pista secuenciada. Como el frenado del auto era en automático al dejar de mover los pies, conducía con cuidado en medio de las macetas con helechos, de cajas con refrescos que siempre estaban amontonadas en los corredores. Daba una vuelta y otra y otra hasta que me cansaba. A veces (príncipe después de todo) llamaba a Víctor (el hijo de Sara, la sirvienta) y él ponía sus manos en la parte trasera del carro y lo empujaba. Yo disfrutaba el movimiento de los pedales que, sin mi esfuerzo, se movían a la hora que Víctor hacía el esfuerzo.
La marimba era estática, como son todas las marimbas del mundo. El conejito, con la cuerda, movía sus manitas y tocaba el tambor; el carro, con sus pedales, propiciaba el movimiento y me llevaba de un lado a otro. La marimba fue todo un descubrimiento, porque ahí, como si fuera yo el conejito, necesitaba mover las manos para que ocurriera algo.
Mi papá contrató los servicios del maestro De la Cruz para que me enseñara a tocar la marimba. El maestro llegaba por las tardes a la casa (tres veces a la semana). Con paciencia comenzó a enseñarme los rudimentos. Recuerdo que alcancé a interpretar Las mañanitas, no más. Una mañana le dije a mi papá que no me gustaba la marimba. Mi papá agradeció los servicios del maestro y arrumbó la marimba. Ahí quedó.
El conejito, con el uso, perdió su color blanco y tomó un color de durazno podrido. Un día se le desconchinfló la cuerda y no sirvió más. Ahí quedó.
Crecí y ya fue imposible que lograra caber en el carro, que era de color plata, como el de Santo. No lo usé más. Ahí quedó.
Lo que no quedó ahí fue el mensaje que todo presente conlleva, cuando es de padre a hijo. Entiendo que para aprender a tocar marimba me faltó cuerda. Mi papá me dio el instrumento, pero en mí estaba el aliento de echarlo a andar, de subirme y pedalear con toda el alma.
Sí, el mensaje era ese precisamente: Mueve las manos y los pies. Para que el prodigio se dé es necesario echarle cuerda a la vida. Ahí está el mundo. El mundo, como el carro de pedales, está esperando que alguien suba y comience a pedalear. A veces, sólo a veces (príncipes después de todo) cualquier persona puede hallar a alguien que le dé un empujoncito, pero la mayoría de veces es preciso que sea la propia persona la que mueva los pies.
Si hubiese comprendido la lección en ese momento, habría dejado que mi corazón guiara mis manos sobre el teclado de la marimba y ahora interpretaría canciones de manera magistral.
Ahí se quedó el conejito del tambor, ahí se quedó el carro de pedal, ahí se quedó la marimba. Ahí se quedan todos los objetos del mundo. Lo que no se quedó ahí, lo que es infinito, es el mensaje que, como estafeta universal, los padres pasan a sus hijos. A veces, los mensajes, como si fuesen pegatinas, van adosados a un objeto material, pero, la mayoría de veces, los mensajes de vida, que los padres transmiten a sus hijos, van enredados en un sencillo abrazo, en el dar la mano a la hora que el hijo se cae por no conseguir equilibrar la bicicleta.
Posdata: Como el personaje de la película “El ciudadano Kane”, todo mundo tiene en su espíritu la palabra “Rosebud”, palabra que, el hombre multimillonario, dice en su lecho de muerte. Todos los que han visto la cinta saben que “Rosebud” es la palabra que estaba impresa en el trineo con el que jugaba de niño. No hay nada más importante en la vida que el recuerdo del juego infantil; no hay nada más importante en la vida que evitar que el adulto asfixie el niño que fuimos, que somos, que debemos ser.