martes, 21 de agosto de 2018

DÍA DE FÚTBOL




Este es un relato triste. Yo tenía cinco o seis años. Mi abuelo me invitó al fútbol. ¡Iría al estadio! Pasó por mí un domingo. Yo había desayunado tamales y chocolate. El sol presagiaba un día luminoso, porque el patio de la casa estaba radiante. Mi mamá regaba los helechos del corredor. Cuando el abuelo llegó, mi mamá dijo que me apurara. Mi abuelo, quien era severo y pocas veces tenía rasgos afectuosos, con su voz de lobo dijo que llevara una gorra, porque haría mucho calor. Así era, en cuanto salimos a la calle sentí el mismo calor que salía del horno cuando mi mamá hacía pan.
Pensé que subiríamos al camión urbano. ¡No! Desde casa caminamos cinco o seis cuadras, el tramo que nos separaba de la carretera principal. Llegando a la carretera caminamos muchas cuadras más, muchas más, hasta llegar al estadio. Mi abuelo metió la mano a la bolsa de su pantalón, sacó un billete y pidió dos entradas. El hombre, con pants, dijo que estaba completo. Mi abuelo dijo que no, que no estaba completo, ¿qué no veía que yo era un niño? La entrada era: ¡un adulto y un niño! El hombre de pants tomó una moneda de una bolsa de plástico y se la dio a mi abuelo. Siempre hay que estar muy abusado con estos rateros, me dijo y agregó: Esta es tu primera lección del día.
Caminamos hasta donde estaban las tribunas. Era una estructura de madera, como la de un circo pobre. Mientras caminábamos yo veía que la tribuna no sólo era pobre, sino que estaba poco frecuentada, acá y allá se veían pocos aficionados; conforme nos acercamos pude ver a los contados espectadores: uno de ellos leía el periódico deportivo ESTO. Las tribunas eran bancas corridas. Yo había visto juegos en la televisión, había visto estadios cuyas tribunas le daban la vuelta completa a la cancha; había visto tribunas llenas de aficionados con banderas, silbatos, matracas, cerveza en mano, que se paraban emocionados cada vez que el balón estaba cerca de alguna portería. Acá una señora, en un extremo, tejía (tal vez era esposa de algún jugador); otro niño, hincado sobre una tabla, jugaba carritos, dando la espalda a la cancha, donde, minutos después comenzaría el encuentro. Mi abuelo y yo nos sentamos a mitad de la tribuna, en la cuarta grada de abajo hacia arriba (que era la misma cuarta grada si se contaba de arriba hacia abajo). Al sentarme sentí que la banca estaba húmeda, a pesar de que el sol nos pegaba de frente. En ese tiempo no calculaba mis emociones, por lo tanto bajé una de mis manos y toqué la madera mojada, luego me llevé los dedos a la nariz y comprobé lo que pensaba: olía a orines. Le dije a mi abuelo que nos sentáramos en la grada de arriba, pero él se opuso. Dijo que él había elegido ese lugar, porque era el mejor para ver el partido.
Los equipos salieron a la cancha. Los jugadores alzaron los brazos a manera de saludo. Nadie de la tribuna tuvo alguna reacción, salvo la mujer del tejido que dejó éste sobre la banca y aplaudió. Todos volteamos a verla, ella nos vio y dejó de aplaudir, volvió a tomar su tejido y se olvidó de lo que en la cancha estaba sucediendo. El viejo del periódico lo bajó tantito, husmeó por encima y volvió a enfrascarse en la lectura. Un muchacho que cargaba un palo con algodones de azúcar ensartados se acercó hasta donde estábamos mi abuelo y yo y ofreció los algodones de color azul y rosa. Mi abuelo le dijo que no molestara, que no compraríamos nada, y en cuanto el muchacho se fue me dijo: Siempre hay que estar abusado con los que nos quieren tomar el pelo, y agregó: Esta es otra lección, y siguió viendo el partido que se desarrollaba abajo. El partido estaba aburrido. Los jugadores parecían demasiado cansados (hacía tanto calor), cuando el balón les llegaba a los pies trataban de dar el pase lo más pronto posible, lo pateaban como si fuera un ratón del que había que deshacerse para que no entrara a la casa; lo mismo sucedía con el que recibía el balón. Tal premura hacía que el jugador se equivocara y diera el balón a un contrario y éste hacía lo mismo que su contrincante y así se pasaron todo el primer tiempo, hasta que el árbitro pitó. Yo vi las caras de los veintidós jugadores, les vi cara de “¿No es el final? ¿Todavía tenemos que regresar a la cancha?”. Los jugadores y el árbitro y su ayudante entraron a los vestidores. Nosotros nos quedamos en la misma posición. El viejo del periódico dormitaba, el niño seguía jugando sus carritos, la mujer tejía y el muchacho de los algodones se había sentado y mantenía el palo con los algodones como si fuera un asta de bandera en el patio de la escuela. Mi abuelo me preguntó si necesitaba ir al baño. Dije que no. Él se levantó y dijo que iría a orinar. Lo vi bajar las gradas y caminar hacia un extremo de la tribuna. Caminaba cansado, con el mismo cansancio de los jugadores. Me quedé solo, vi hacia todos lados. Sentí una desolación como jamás lo había sentido. Era domingo. Pensé que era uno de los domingos más tristes de mi vida. Me paré, quise bajar a la cancha y jugar con el balón que estaba en la línea y que ahí había dejado el árbitro, pero intuí que mi abuelo me regañaría. Volví a sentarme y esperé que mi abuelo regresara. Los jugadores volvieron a la cancha y comenzó el segundo periodo. Mi abuelo no regresaba. Bajé las gradas y le pregunté al muchacho en dónde estaban los baños, con su mano derecha me indicó. Fui a la parte trasera de la tribuna. Ahí encontré a mi abuelo, sentado en una piedra. Cuando me vio se paró y dijo que ya nos iríamos. Estos jugadores son muy malos, dijo, y agregó: Nunca dejes que un mal partido eche a perder un buen domingo. Metió la mano en su bolsa y me dio el cambio que había recibido en la entrada y me dijo que comprara un algodón. Corrí a la tribuna y pedí un algodón azul. Alcancé a mi abuelo. Lo notaba cansado. Cuando caminábamos hacia la salida oí aplausos, volví la mirada y vi que los jugadores de un equipo se abrazaban y la mujer del tejido, parada sobre la tribuna, aplaudía. Pensé que nos habíamos perdido el gol.
Cuando salimos del estadio, mi abuelo le hizo parada a un taxi y subimos al asiento posterior. El asiento quemaba. Al chofer le dictó la dirección de la casa y repitió: Nunca dejes que un mal partido eche a perder un buen domingo, y yo pensé que esa era mi tercera lección. Mi abuelo subió el cristal de la ventanilla y dijo que comiera mi algodón. Yo lo saqué de la bolsa y corté gajos y los llevé a mi boca donde se deshicieron como si fueran de aire.