viernes, 15 de febrero de 2019

CARTA A MARIANA, CON UN SENTIDO DE VOCACIÓN




Querida Mariana: En la contraportada del libro “Mujer de palabras. Artículos rescatados de Rosario Castellanos. Volumen III”, de Andrea Reyes, aparecen unas líneas que dicen que Rosario “puso dos condiciones para asumir el puesto (como embajadora de México en Israel): seguir como profesora de literatura hispanoamericana y continuar redactando su columna semanal para las páginas editoriales de Excélsior.”
¡Eso es defender, a hoja y pluma, el sentido de vocación! Está bien, parece que dijo Rosario, asumiré este alto honor de representar a México en Israel, pero sin dejar de realizar las dos actividades que me son vitales.
Esta es una probable traducción a su pensamiento vertical. Rosario no tenía una carrera diplomática ni por asomo era política. Ella era lo que puso como condición para aceptar el encargo: era catedrática y escritora. La palabra era el pan de cada uno de sus días. No podía quedarse sin ese alimento que era contrapeso para todas sus desgracias personales. Ella no era feliz con su matrimonio. La relación con su esposo era lo que ahora llamaríamos una relación tóxica y la relación con su hijo no era tersa, y esto no era así porque Gabrielito era un niño precoz. ¡Cómo no, si era hijo de dos destacados filósofos! La herencia es una línea de fuego, que alumbra, pero en ocasiones quema. En un artículo publicado el 21 de marzo de 1973, en Excélsior, Rosario escribe que una noche regresó de Jerusalén rendida y halló a Gabriel, quien, llorando, le dijo: “Mamá mala. Me quitaste a mi padre y a mis hermanos. Me quitaste a mis maestros, a mis compañeros y a mi escuela. Me quitaste mi patria, me quitaste todo. ¿Y qué me das a cambio?”.
¡Padre eterno! Gabriel nació en 1961; es decir, en 1973 es apenas un niño de doce años. En su reclamo hay un pensamiento de un adolescente mayor y no de alguien que aún está en la etapa de la pubertad. El reclamo es severo, durísimo. ¡Uf, qué fuerte! “Me quitaste a mi patria”, le recrimina el hijo a su madre.
Ella, así lo advertimos, puso como condición para aceptar el cargo de embajadora que no le arrebataran su patria, porque la patria de Rosario fue el territorio infinito de la palabra. Ella se protegió. El niño no pudo hacerlo, porque él, niño apenas, no tenía más patria que la de su entorno mexicano.
Cuando Rosario escucha lo que su hijo le reclama, ella piensa: “No tengo siquiera el consuelo de pensar que se ha aprendido de memoria este parlamento escuchado en boca de algún protagonista de telenovela porque aquí no hay telenovelas. Lo que dice es rigurosamente cierto.”
“Me quitaste todo”, le dice Gabriel a Rosario. Rosario, pajarito enclenque, piedrita pacha, no se hallaba bien en su papel de esposa ni de madre. Rosario no había nacido para ello. Hay mujeres que nacen, dice el poeta, “como paloma para el nido”, que tienen una maravillosa vocación de madre y de amante. Rosario jugó un juego que no le gustaba. Un día volvió la mirada y se halló convertida en esposa de Ricardo y otro día tuvo en brazos a Gabriel y supo que era madre y que debía aceptar tal condición y que debía jugar un juego que no era su juego. Ella, en su declaración queda de manifiesto, era una mujer destinada al juego de la palabra, de la imaginación; era una mujer destinada al vuelo, al vuelo de la palabra. Tuvo que tolerar vivir encadenada al suelo.
Y Rosario sobrevivió porque, a la par de ejercer con decoro su papel de diplomática, impartió cátedra en la Universidad Hebrea, de Jerusalén, y, sobre todo, porque jamás rompió el vínculo que había establecido con los lectores de México, a través de su columna periodística. Y esto lo agradecemos sus lectores de siempre. Ella no soltó jamás la palabra, como una niña sabedora que no tenía más muñeca que esa, la abrazó con ambos brazos y la protegió con su pecho. Dijo: Ella es todo para mí. Todo lo demás era un territorio desconocido para ella. Quiso ser una madre buena, pero no supo cómo hacerlo; quiso ser una buena amante para Ricardo, pero no le fue dado el conocimiento.
Posdata: Ella no buscó ser embajadora. Un día alguien tocó a su puerta (su amigo, Emilio Rabasa) y le dijo si quería ser embajadora de México en Israel. Ella aceptó, pero puso de condición que no le arrebataran la palabra, su única patria.