martes, 19 de febrero de 2019

HACIA ARRIBA




No me crean. El árbol es un ciprés. Imagino que le cortaron las ramas de abajo y dejaron únicamente las ramas superiores y el tronco. Lo hicieron así para que la enredadera subiera de manera fácil, como si fuera una ardilla o un pájaro carpintero. El árbol, como se ve, es enorme, bueno, no tan enorme como dicen que crecían los árboles en la Selva Lacandona en tiempos de Franz Bloom. Pero este árbol no está en la selva, ¡no! Este árbol está en un parque de San Cristóbal de Las Casas, donde (¡qué casualidad!) hay una escultura del Fray Bartolomé. Este árbol crece en la ciudad en que habitó don Franz. Tal vez es un homenaje a ese hombre que llegó de Europa y sembró su inquietud en estas parcelas. El árbol, digo, es enorme. Sorprende su verticalidad, su escasez de ramas. Las ramas sólo están en la parte superior, para que los pájaros tengan lugar para columpiarse.
No me crean. Digo que tal vez le cortaron las ramas más bajas para que la enredadera pudiera trepar con la intensidad con que suben las hormigas o los gusanos. La enredadera está pegada como una piel verde a la corteza del árbol, es como su caparazón, como su corazón.
Esta fotografía la tomé una tarde en que el sol comenzaba a ocultarse detrás de los tejados. Se escuchaba un rumor como de telar, como si el viento fuera una lanzadera y cruzara por en medio de los laberintos que existen en ese bordado de la naturaleza.
Digo que no me crean, por favor. No lo hagan. Pero, como estaba sentado muy cerca de este árbol podía escuchar como el aire caminaba por los senderos existentes entre las hojas de esta enredadera. Vi, juro que lo vi, cómo la enredadera brotaba del suelo y trepaba como un ejército de hojas sin control, pero con orden. Vi partes de la base del tronco que estaban pelonas, sin embargo, el tronco estaba completamente forrado de hojas, como si en la parte superior se multiplicaran como dicen que Jesús multiplicó los panes.
No me crean, pero escuché algo como una oración, algo que tenía que ver con algo superior, a pesar de brotar del suelo. Era una plegaria, una alerta, un “Mirame, miranos, alzá tu vista, seguí nuestro camino de ascenso”.
Era una oración sencilla, casi simple. Decía que debía concentrarme en las alturas. Debía reconocer lo obvio, todo salía del suelo y crecía hacia arriba. Nada me hablaba de raíces que van hacia el suelo, todo era un canto que se elevaba al cielo.
La enredadera que amorosa abrazaba al tronco y generosa se extendía a mi mirada, era una plegaria en ascenso. Desde donde yo estaba sentado todo me decía que viera hacia arriba, esa era la misión de esa camisa verde, de ese suéter pachoncito. Quién sabe cuántos años tardó esta enredadera en rodear al tronco. Ese tiempo, lento, de gota perenne, había bordado este tejido sólo para que esa tarde yo lo viera y escuchara su murmullo, su diálogo infinito: Mirame, miranos, alzá tu vista, seguí nuestro camino de ascenso.
Esa tarde, todo señalaba hacia arriba, hacia donde el cielo era una sábana azul, metálica, extensa.
Yo estaba en el suelo, pero todo me decía que viera hacia el cielo, hacia donde los pájaros volaban, hacia donde todo era liviano, suspendido, eterno. El árbol crecía hacia el cielo, la enredadera (frágil en su condición íntima) se abraza a ese tronco inmenso para lograr el mismo ideal, subir al cielo.
No me crean, pero esa tarde todo estaba dispuesto para que yo levitara tantito, abandonara apenas el suelo.
Estaba en la tierra que habitó Franz, el hombre que, en la Lacandonia, vio árboles mucho más altos, más hijos del cielo.