jueves, 14 de febrero de 2019

EN LA CUERDA DE LA NADA




Una novela de Margaret Atwood se llama “Nada se acaba”. No hablaré de la novela, porque aún no la leo. Hablaré del título. Por lo regular, el lugar común dice que “Nada es para siempre”, lo que significa que “Todo se acaba”. Margaret le da vuelta al cliché y dice lo contrario: Nada se acaba.
Los expertos en lenguaje podrían cambiar el sentido de la oración con una simple coma: Nada, se acaba. Esta coma modificaría todo, significaría lo que dice el lugar común: Se acaba la nada.
¿Qué es la nada? El término es complejo. Si tomamos el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española hallaremos que la nada está definida de la siguiente manera: “Inexistencia total o carencia absoluta de todo ser”. Es complejo el término porque, en términos estrictos, la nada absoluta no existe. Todo es parte de un todo. Desde el instante en que el Big Bang creó el universo, la nada dejó de ser, se instaló en el terreno del ser. ¿Existe la carencia absoluta del ser? Parece que no. Pensemos en el tío Abundio, quien, mientras vivió, hizo la delicia de los sobrinos y nietos, porque todas las tardes, sin fallar, los reunía en el patio de la casa, en torno de la mecedora en la que se sentaba para contar historias de fantasmas. Cuando algún sobrino preguntaba si existían los fantasmas, el tío decía que ¡por supuesto!, y con un ademán enfático de brazo, decía: ¡El que tenga ojos, que vea! ¡Ah, sus relatos hacían las delicias de todos los niños! Con los ojos saltados, como si fueran de sapo, todos los niños escuchaban con atención el momento en que, por ejemplo, los niños de la historia se extraviaban en lo más oculto del bosque y no sabían cómo regresar a casa, hasta que un hombre con una mano pequeñita, como llavero, salía detrás de un árbol y, con voz como de niño tartamudo, les decía que él po po podía lle lle varlos a a a la la ca ca sa. Los niños dudaban, porque sus papás les habían enseñado que no debían confiar en extraños, pero como la tarde avanzaba y la noche se asomaba por encima de los árboles decían que estaba bien, que lo seguirían y lo seguían temerosos, igual de temerosos oyentes.
Todos los sobrinos y nietos gozaban cada tarde con las historias del abuelo, hasta que una tarde, Abundio hijo dijo que esa tarde su papá no contaría historias porque se sentía mal, se sentía agotado. Los niños, por primera vez en mucho tiempo, no supieron qué hacer, hasta que Romeo, el mayor de los nietos dijo que él les contaría la historia del dragón maldito. Todos dijeron que sí, que estaba bien. Romeo se sentó en la mecedora y comenzó a contar. Los demás lo escucharon con atención. Abundio hijo los vio desde la ventana de la cocina y pensó que Romeo había heredado el talento de su viejo y sonrió y fue al cuarto de su papá para contarle la hazaña, pero cuando entró al cuarto en penumbra escuchó algo como un ronroneo de gato. Pensó que su papá roncaba, así que caminó en puntillas. Al llegar a la orilla de la cama sintió algo como un dardo helado. El gato de la casa estaba echado sobre el vientre enorme de su papá. El gato no subía y bajaba, como debía ser en cada respiración del viejo.
Sí, los lectores ya adivinaron la conclusión de esta historia. El tío Abundio había muerto. Había pasado de la vida a la muerte en cosa de no más de dos horas, porque el tío se había sentido agotado a las cuatro y media de la tarde, media hora antes que los niños llegaran. A esa hora se había acostado. A las seis había entrado el hijo para decirle que Romeo era un gran cuentacuentos, que había heredado su talento. El médico, quien llegó a las siete y media de la noche, dijo que el tío había muerto por un infarto fulminante, contó que, sin duda, él había sentido un intenso dolor en el pecho, algo tan letal como un rayo, por esos sus manos habían quedado en posición artrítica, apretando su pecho. Mientras el médico hizo la revisión del cuerpo, el gato siguió ahí, recostado, sin moverse, ronroneando.
Al día siguiente el cuerpo fue incinerado. Abundio hijo regó la ceniza en el arriate donde estaba sembrado el tenocté. Fue a la hora que el cielo se llena de colores naranja y rojo, porque el sol se oculta.
Cuando, en primavera, el árbol se llenó de flores blancas, María (bien comiteca) bromeó y preguntó: “¿Ya puedo hacer mi maletía?”, en alusión a la leyenda que dice que, antes, cuando floreaba el tenocté las muchachas comitecas preparaban su maleta para huir con el novio; pero un segundo después, Rosa, muy seria, levantó una flor ya seca, con matices cafés, y dijo la misma frase de Margaret Atwood: “Nada se acaba”. Todos nos quedamos viendo. Sabíamos que ella hablaba del tío Abundio. Ahí estaba él. Sus cenizas se habían mezclado con la savia del árbol. Todos pensamos que él estará por siempre en la tierra, porque en el universo, a veces no lo vemos con claridad, nada se acaba, todo permanece, todos conforman el Todo, el Todo abraza a todos.
Hoy, Romeo, ya viejo, sigue sentándose en la mecedora del tío Abundio y la bola de chiquitíos se reúnen en torno a él para escuchar las historias fantásticas que les cuenta. A veces les cuenta la historia de un fantasma que se llama Abundio. Los viejos recordamos. Recordamos, porque como dice la Atwood “Nada se acaba”.