lunes, 25 de febrero de 2019
TÍTULOS
Con Romina nunca nos aburríamos. Las tardes eran lentas (como son en pueblos de provincia), pero a nosotros nos parecía que se iban como agua entre las manos. ¡Nos faltaba tiempo! Siempre fue así. Nunca sometimos al juicio popular nuestros juegos, porque tal vez los otros opinarían que eran tontos, raros y aburridos; además no hallábamos el porqué andar justificando en qué usábamos nuestras tardes. El abuelo José iba todas las tardes al casino a jugar dominó, a tomar café y un aperitivo. Jamás alguien lo jaló de la manga exigiéndole que dijera por qué jugaba lo que jugaba; la tía Eugenia todas las tardes jugaba canasta con sus amigas, como si fuese una dama inglesa, a las cinco de la tarde tocaba una campanilla y una sirvienta con librea entraba con el servicio de té y galletas de almendras. De igual manera nunca justificó su desbordada pasión por jugar cartas.
Nosotros jugábamos juegos sencillos. Nos encantaba entrar a la biblioteca del abuelo José, subirnos a la escalera y buscar los títulos más sugerentes entre las miles de novelas que tenía sobre estantes de cedro. Entrar a la biblioteca era toda una experiencia, entrábamos en la tarde, después de comer y de hacer la tarea, a la hora que el abuelo tomaba su bastón de caoba, se ponía el sombrero, se enrollaba la bufanda a cuadros y se despedía con un “Nos vemos más tarde. Pórtense bien.”
Los demás nietos tenían prohibido entrar a la biblioteca. Sólo Romina y yo éramos los privilegiados. Una tarde, mientras fumaba uno de los puros que le enviaba un amigo desde La Habana, nos llamó a la biblioteca, abrió los brazos y dijo: “Acá está todo lo que una persona culta debe saber. Afuera no hay nada.” Dijo que nosotros, Romina y yo, podíamos entrar cuantas veces quisiéramos, podíamos tomar los libros que deseáramos, podíamos hacer lo que se nos antojara. Sólo nos puso una restricción. A las siete de la noche debíamos retirarnos, abandonando la biblioteca tal como la habíamos encontrado: ordenada, limpia, pulcra, casi impoluta, porque a las diez de la mañana, todas las mañanas, dos de los sirvientes entraban con plumeros, trapos y esencias a limpiar de manera impecable todos los libros y libreros.
Nosotros nos apurábamos a hacer la tarea en la mesa del comedor y en cuanto terminábamos pedíamos permiso al abuelo para entrar a su recinto sagrado, él (ya listo para ir al casino), movía su brazo derecho como haciendo una reverencia y abría el aire para darnos paso.
Jugábamos a elegir títulos de las novelas. Recuerdo muchísimos títulos hermosos. Hay escritores que escriben libros bellísimos que adornan con títulos igualmente bellos. Títulos que, en apariencia, son sencillos y que sin embargo sintetizan un mundo apasionante. Recuerdo muchísimos. Muchos de los libros de la biblioteca del abuelo estaban encuadernados con pastas negras o rojas y letras doradas. Pero, los más recientes (los que estaban en la lista de espera para pasar al taller del encuadernador) tenían sus portadas originales. A Romina y a mí nos encantaba ver esas portadas que, a veces, también coincidían en belleza. Había algunas portadas que estaban por debajo de la belleza de los títulos. Lo lamentábamos. Romina y yo decíamos que, por ejemplo, tal libro debía tener una portada así o asa. A veces, incluso, hacíamos bocetos de cómo debían ser las ilustraciones y siempre coincidíamos en que, a pesar de que nuestros dibujos no eran profesionales, superaban con mucho a los que ilustraban esos libros.
Todas las tardes jugábamos a hallar los libros con títulos más bellos, bajábamos los libros del librero y los colocábamos en la alfombra, casi casi como la tía Eugenia tendía las barajas sobre la mesa de juego, con un tapiz verde.
Recuerdo muchos títulos, muchísimos. Ahora podría pasarme tardes completas escribiendo esos títulos. Recuerdo, por ejemplo, un libro de pasta azul, en el que un pájaro se posaba sobre el pecho de una chica con los ojos cerrados y los labios entreabiertos. El libro se llamaba “Acerca de los pájaros”. No recuerdo el nombre del autor, porque una regla del juego era precisamente ignorar los nombres de los escritores. Nos quedábamos solo con los títulos y éstos los plagiábamos para nuestros juegos.
Una vez que colocábamos los libros sobre la alfombra verde olivo, que hacíamos una flor con esos pétalos, jugábamos. “Acerca de los pájaros”, decía Romina y decía que tenían alas, movía sus brazos en el aire; decía que ella era una paloma y zureaba y movía su cabeza como la mueve una paloma a la hora que, en el parque, picotea los granos de arroz. Yo decía que era un colibrí y movía mis brazos con rapidez y acercaba mis labios a su cuello y decía que libaba la miel.
Así pasábamos la tarde, en la penumbra de la biblioteca, hasta que veíamos, a través de los ventanales que daban al jardín, que la noche llegaba. Prendíamos la luz y regresábamos los libros a sus lugares originales. Romina volvía a ponerse la blusa y el suéter y yo hacía lo mismo con mi camisa. Salíamos. Salíamos lamentando que las tardes duraran tan poco, mientras que Ernesto, uno de los sirvientes, decía que vivir en ese pueblo era muy aburrido, que nunca había qué hacer.
Ahora mismo podría escribir miles de títulos bellos de libros bellísimos; sería como el recuento de las tardes que Romina y yo jugamos emocionados.