jueves, 27 de junio de 2019

CARTA A MARIANA, CON AROMA DE ÁRBOL JIRAFA




Querida Mariana: El otro día me preguntaste: “¿Cómo está Julio Cortázar?” Siempre que querés saber qué leo de Julito me hacés esa pregunta. Hace rato que no leo (releo) a Julio, pero (tenés razón) Cortázar siempre está en mi buró, porque (lo sabés) es uno de mis escritores consentidos (bueno, casi casi el consentido más consentido), y esto es así porque me encantan sus historias y el modo que tiene de contarlas, con un modo muy desenfadado, alejado de pedanterías, pero con gran inteligencia.
Como en el caso de Rosario Castellanos, él nació en Bruselas, pero gran parte de su infancia y su adolescencia la vivió en el país de sus raíces: Argentina; así que cuando escucho que él se asumió argentino, a pesar de vivir en Francia gran parte de su vida, pienso ¿cómo es posible que un argentino me caiga tan pero tan que requetebién? Y digo esto porque medio mundo dice que los argentinos son muy arrogantes (pesados, alzados, creídos). A mí no me consta, porque no he ido a Argentina. Bueno, sí me consta, porque me topé con dos (una pareja de hombre y mujer) que, en efecto, eran muy “creídos”. Los traté apenas cinco minutos y me cayeron en la punta del… hígado. Tengo un amigo que vivió en Buenos Aires y me cuenta que, en efecto, la fama no es gratuita, pero, como en cualquier lugar del mundo, hay de todo, hay arrogantes (se sienten felices por ser así) y hay gente sencilla. Este amigo me dijo que en Comitán también hay de todo, al final dijo que yo podría pasar por argentino, porque hablo de vos y porque también soy un higadito. Muchos creen que mi ancestral timidez no es tal sino que soy poco dado al mundo porque soy muy alzado (bueno, vos sabés que soy un príncipe, pero también soy pueblo. ¡No, no, esto es broma! No, no es broma, es en serio.)
El caso es que Julito no era pesado, al contrario: ¿Qué príncipe se enamora y deja todo por causas sociales, como lo hizo Cortázar en el intermedio y en el final de su vida al entregarse por completo a ayudar a Nicaragua, por ejemplo, en su proceso de consolidación de un proceso democrático?
Y como Julio es mi argentino favorito (también está Mafalda, siempre Mafalda) nunca lo dejo del todo, puedo leer a Amos Oz o a Orhan Pamuk (ah, qué buenos narradores son este par de infectos), pero jamás abandono a mi Julito. En mi buró siempre hay un libro de él y cuando me fastidio de Oz o de Pamuk o de Arreola o de Dostoievski o de Pacheco o de Morábito (que también son mis consentidos) abro un libro de Cortázar y es como si entrara a una alberca y nadara en un aire de piel alcanforada (nado, aunque no sé nadar). Cortázar, ¡siempre Cortázar! Julito es el parque donde juego rayuela y canicas, es el bosque donde trepo en árboles de ocote, es el mar donde nado al lado de delfines juguetones, es la cacerola donde chicharrón en salsa verde, es la cuerda en la que brinco a mitad del patio, es el templo donde hay un aroma de incienso y las imágenes del retablo no son las alucinantes de un cristo sangrante. Julito es mi estación de tren favorita, es el tren en el que viajo a gusto, la liana en donde el tarzán de mi sangre se columpia como mono. Julito es un argentino excepcional.
Anoche tomé el libro “Cortázar de la a a la z”, que es un libro homenaje, con cientos de fotografías y que, como dice el título, hace un mínimo repaso de la vida y obra del gran cronopio. El libro es un acierto, porque en cada página aparece él, pichito genial.
Abrir este libro es como una rayuela de la inteligencia y del buen gusto. Como dicen que sucede con la Biblia, en cada página que se abre al azar hay un chispazo de luz que conforta al espíritu. Por ejemplo (ahora, mientras escribo esta carta para vos) abro el libro a la mitad (lo abro en las páginas 158 y 159) y encuentro una fotografía soberbia, en blanco y negro, donde aparecen Julito y Lezama Lima. ¿Mirás?, el altísimo Julio y el gordísimo Lezama, juntos en una mesa, en La Habana, en 1967. Ambos ¡altísimos! Julio tiene las manos delante de la mesa, suspendidas varios centímetros de la superficie, como si hiciera un truco de levitación, como si, con sus manos, deseara levantar la mesa; mientras Lezama fuma un habano y como si fuera un pingüino (pingüinote, con el pantalón fajado por encima del vientre) no ve el acto de magia de Julito, sino que mira el cabello de Cortázar, como si esperara que no fuera la mesa la que levitara sino Cortázar, maravilloso argentino que nunca me ha caído mal.
Posdata: Sí, Julito siempre está cerca de mí. A veces doblo una esquina en Comitán y veo la sombra de un hombre enormísimo que da vuelta en la otra esquina. Sé que es Julito que juega por toda Latinoamérica, sé que no es él físicamente, ¡no! Aún no enloquezco del todo, pero sé que como a cada rato lo invoco hay un fenómeno de luz que me hace verlo a distancia, apenas un instante, momento en que como jirafa se disuelve en la jungla de nuestros miedos y esperanzas.
Te mando la fotografía de la portada del libro homenaje. Algún día te contaré mi opinión acerca de esta fotografía que, pienso, fue tomada en el malecón de La Habana y donde, como sombra visible, detrás de él un muchacho corre. Este muchacho ¿sale de su cuerpo? ¿Es Julito de niño, travieso, corriendo por el aire del mundo? Los realistas dirán que no. El mismo fotógrafo explicaría que es un niño cubano que corre por la barda del malecón y que él (el fotógrafo) logró esta doble imagen, donde Julio mira la ciudad y un niño pasa por detrás de él. Pero el fotógrafo logró tal gracia divina que parece que el niño sale de la espalda del escritor. En fin, en otra carta ya te contaré de esta imagen, desde la que Julio me mira (te mira, nos mira) con su vista de búho afectuoso.
Julito, siempre Julito, por encima de todos los árboles, de todos los tucanes, de todos los desiertos, de todos los polvos, de todas las oscuridades, de todos los toboganes, ¡Julio!