viernes, 7 de junio de 2019

CARTA A MARIANA, CON UN DOLOR COMO DE ESPINA A MITAD DEL PECHO




Querida Mariana: Ya no iré a ver al tío Rubén. ¡Ya no! Me apena decir esto. Antes disfrutaba verlo, platicar con él, pepenar las piedritas de sabiduría que botaba sin pretensiones, así como si regara arroz para las palomas, pero las dos últimas veces que lo vi me causó un gran desasosiego.
No debía decir esto y sin embargo lo digo con certeza: Ya no quiero volver a ver al tío Rubén. ¿Qué le pasó a su cuerpo? ¿Por qué nunca había visto la degradación que, como lapa, ha trepado en sus piernas? La última vez que fui a su casa lo hallé en el corredor, sentado en un sillón, con el pantalón arremangado, doblado como gancho, en intento de untarse ungüento en sus piernas. Vi que sus piernas tenían una serie de erupciones que hacían verlas como si fueran extensiones de un cocodrilo de pantano. Sus venas, de un color azul oxidado, parecían a punto de abrirse como toro en canal. Mi tío, encorvado, hacía esfuerzos por sobarse las rodillas, era como una rama torcida a punto de quebrarse.
¡Oh, querida mía! Mientras lo veía y pensaba lo que pensaba me daba cuenta que las palabras “a punto de” era lo que su imagen me injertaba en mi mente a cada instante. Todo parecía a punto de quebrarse, de romperse, de hincharse, de explotar.
Me dolió mucho ver la silla vieja, a punto de irse al suelo; ver el árbol de durazno, ya casi anciano, doblado (porque nunca creció erecto). Me dolió ver cómo ni siquiera el sol se acercaba al tío, el sol, estúpido, había pintado su raya y su sombra era lo que bañaba a mi tío.
¡No! Ya no iré a ver al tío, porque, ahora, todo a su alrededor parece tener el mismo óxido que paraliza sus movimientos. Esa mañana vi cómo sostenía el pomo de ungüento con árnica con su mano izquierda y con los dedos medio e índice de la mano derecha tomaba un poco de esa pasta y la untaba en la rodilla con movimientos irregulares, como si fuera el trazo de un niño de preescolar que no puede dibujar el círculo perfecto. Hubo un momento que se quedó como estatua, su respiración era como de fuelle cansado. Todo estaba a punto de la inmovilidad total.
Y entonces sentí la bofetada del aroma de viejo, el olor de la iglesia anciana de puertas mohosas, del cuarto húmedo, de los huaraches olvidados, de las colchas y sábanas de hospitales tristes; ese olor me llegó concentrado, porque todo estaba a punto de la pudrición.
¿En qué momento el tío dejó de exudar vida y comenzó a soltar el aroma de las flores secas, del agua estancada? ¡Dios mío! Hace apenas tres meses lo había visto como un árbol enorme, viejo (por supuesto), pero todavía con capacidad para sostener nidos y pájaros brincadores. Pero el último domingo lo hallé torcido, como gancho de carnicería, con herrumbre y con la peste de la sangre seca.
¡No, ya no iré a su casa! Me dolió mucho verlo deshacerse como si fuese una pared de adobe cuando la lluvia arrecia. ¡No, ya no iré a su casa! No iré, porque cuando me acerqué y quise ayudarlo a ponerse su pomada, él apartó mi mano con violencia, como si fuera una araña ponzoñosa, y dijo, sin alzar la vista, sin verme a los ojos: “Yo puedo solo”, pero su voz sonó débil, como si fuese de agua a punto de desaparecer en las grietas de la tierra.
Me dolió mucho. Ahora no puedo dejar de ver a los viejos en las calles del pueblo, por cada joven veo dos viejos. ¿Por qué es así? Las estadísticas han demostrado que México es una nación de jóvenes, y, sin embargo, a mí se me asoman los viejos a cada rato: los veo sentados en sillas de madera, con cobijas, calentándose con el sol de las nueve de la mañana; los veo detrás de los mostradores, en sus tiendas donde las botellas y cajas y canastos de mimbre están llenos de la misma nata que apelmaza sus pieles. Ahora, los viejos me producen un dolor como de aguja en medio del ojo. ¡Ay, niña! Ya no quiero ir a casa de mi tío Rubén, no quiero volver a verlo nunca, nunca más, nunca más.
Ahora, cuando estoy frente al espejo del baño evito ver mi rostro, si me peino lo hago con los ojos cerrados, si me afeito lo hago al tacto. No quiero ver cómo la misma garra que aruña la cara de mi tío hace lo mismo con mi cara.
Ahora quiero ir al campo y mirar una mariposa, un colibrí abriéndose a mitad de una flor, un renuevo en el árbol de lima; quiero oler el jazmín, mirar el vuelo de una garza; quiero sentarme a la orilla de una laguna y ver cómo los patos acuatizan y quiero mirar a los sapos que se avientan desde el trampolín de tierra.
Ahora quiero ver correr a un niño detrás de las palomas en el parque, ver los muslos de una muchacha bonita y oler el aroma de un mango verde y meter mi mano en un estanque de agua limpia.
Quiero estar a tu lado y ver cómo tu mano da vuelta a la página de un libro nuevo, tu mano, como rama de árbol nuevo.
Ya no quiero ver a mi tío, en su casa todo está a punto de derrumbe, de hediondez, de grieta, de horno oscuro.
Posdata: No quiero pensar que todo está a punto de…