sábado, 15 de junio de 2019

CARTA A MARIANA, DONDE REZAMOS POR LOS SIGLOS DE LOS SIGLOS




Querida Mariana: Viví la historia de Armando como si hubiese sido mía. Armando se había hecho novio de Ye, una de las chicas más bonitas del Colegio, una niña esbelta, con ojos color de bosque y aroma de agua limpia. Todo mundo de la escuela se burló al principio, las íntimas de Ye le preguntaban qué le había visto a él, rechonchito cuya única gracia era ser gracioso, pero ingenuo. Armando no podía sostener los pantalones en la cintura, porque su cintura era ancha, así que sus pantalones dejaban ver la línea de su trasero.
Ye, ante todas las puyas, decía que se la pasaba bien con él. Armando era el novio número tres de Ye y ésta aseguraba que los otros dos habían sido un fiasco: Romeo, hijo único de uno de los hombres más ricos de la región, había resultado un pedante; y Francisco, el chico más deseado, bruto, fuerte como un bisonte y con ojos azules en medio de un rostro que parecía haber sido esculpido en alguna playa de La Riviera, había resultado eso: ¡un bruto! Armando era un gordito sin malicia, atento, y Ye lo tenía comiendo alpiste de la mano.
Los tres estudiábamos segundo grado de preparatoria; es decir, teníamos diecisiete años, más o menos. Ye era tres meses mayor que Armando.
Admiré a Ye, admiré su capacidad de ignorar los comentarios malsanos de la mayoría de estudiantes. Me enteré que, una tarde, cuando Ye tomaba un helado con sus amigas en la cafetería del Colegio, ella se había puesto de pie y, de manera ecuánime, pero enérgica, señaló con su índice a Martha y, en voz baja (que escucharon todas las que estaban en la mesa, pero no tuvo eco en mesas contiguas), le dijo: “Si volvés a hablar mal de mi novio ¡te parto tu madre!”. Ese día ella y mi amigo cumplían cuatro meses de novios.
¡Cómo no admirarla! La admiré con intensidad, con la misma intensidad con que dos meses después la odié. Sí, pienso que la odié más que Armando, porque sé que Armando, en este momento en que escribo (cuatro y media de la madrugada, al lado de un té de limón, con el silencio caminando de puntillas en la calle y con el esporádico ladridos de perros) duerme tranquilamente al lado de su esposa (que, por supuesto no es Ye). Estoy seguro que cuando Armando se levanta y se arregla para ir al trabajo ¡no se asoma la tal Ye!, como sí se me asoma a mí, en la ventana que da al patio o en el espejo retrovisor del auto, cuando espero el verde del semáforo. Es una estupidez, pero la historia de Armando y Ye está más presente en mí que en ellos, quienes fueron los protagonistas.
Tengo (a veces me incomoda) una propensión a vivir muchas cosas del pasado que, sin duda, no tienen sustento real en el presente y menos en el futuro.
Hablo de una época que ocurrió hace más de cuarenta años. ¡Dios mío, cuarenta años! Por qué entonces ahora que escribo y tomo un sorbo del té siento un cosquilleo a mitad del estómago, que tiene mucha semejanza con el sentimiento que me produce cuando veo una fotografía donde un niño perdió un brazo en mitad de la guerra de Palestina o cuando escucho que alguien comenta que atropellaron a un perro a propósito, porque cuando lo vieron a mitad de la carretera imprimieron mayor velocidad al auto. Y esto es así, porque fui el primero que los vio. Fue un día después del festejo del sexto mes. Salí de la biblioteca cargado de libros, porque debía preparar una exposición para la materia de Química. Caminé por el parque y ahí los vi. Era Ye con Humberto. Sí, Humberto, el deportista más destacado de toda la preparatoria. Todo mundo admiraba a Humberto, las niñas se deshacían por él, corrían para estar a su lado, se sentían privilegiadas cuando platicaban con él. ¡Uf, muchas de ellas soñaban con ser la elegida! Pero un tipo como él sólo podía andar con una chica como Ye, la niña más bonita de la escuela, así que esa mañana Humberto dio el primer paso y Ye (que recién había cumplido seis meses de novia con mi amigo Armando) cayó redondita.
Digo esto, querida Mariana, por vi cómo ella veía a Humberto, mientras éste, sentado sobre el respaldo de la banca y con los pies arriba del asiento, lo seducía con su encanto natural. Porque vos sabés (lo sabe medio mundo) hay chicos que seducen con su simple mirada, con su manera de ser. Las chicas adolescentes no se fijan en otra cosa. Mi amigo Armando, rechonchito, atento, una verdadera nulidad para el deporte y para el baile, cuya única fortaleza era la lectura, resultaba un individuo común y corriente que jamás era motivo de atención por parte de las chicas. Por esto, repito que toda la escuela se sorprendió cuando Ye y Armando se hicieron novios. ¿Cómo ella se había fijado en tan poca cosa? El poca cosa se sintió privilegiado, vivió una época fascinante, pero yo siempre pensé que una tarde la grieta se abriría y fui testigo del día en que la tierra se abrió y Ye se aventó en el pozo oscuro al lado de Humberto.
Supe que a partir de ese día en que los vi platicando en el parque, Ye se distanciaría de Armando y terminaría diciéndole lo que le dijo dos días después.
Encontré a Armando en la cafetería con un refresco tibio. Vi su mirada y supe que tenía la ansiedad del hombre que colocan ante un pelotón de fusilamiento. Cuando me vio me invitó a acompañarlo. Tomá algo, me dijo, y yo pedí otro refresco, pero pedí un vaso con hielo. Nada dijo durante dos o tres minutos. Cuando la mesera sirvió el vaso con hielo y yo vertí un poco de refresco, él levantó la cara, me vio y dijo: ¿Por qué no me dijiste? Yo insistí en hacerme tacuatz, le dije que no sabía a qué se refería (pero bien que sabía, estaba seguro que él reclamaba no haberle dicho que había visto muy acaramelados a Ye y a Humberto). Él sonrió con una sonrisa de avestruz a punto de esconder la cabeza en un hueco, tomó un sorbo de su refresco, hizo una cara como si el refresco, en lugar de tener el rico sabor del durazno, fuera un medicamento para deshacer los bichos del estómago. Se estrujó las manos y me dijo, con un tono que parecía una alberca a punto de desbordarse: “¿Por qué no me dijiste que debía evitar esta relación?”, y dijo que yo debía haberle advertido que Ye jamás lo iba a tomar en serio, que él (así lo dijo y cuando lo dijo me dio mucha pena) no era hombre para ella, que él era un pichito, un gordito estúpido, que jamás debió volar papalotes por ese cielo tan alto, tan bello.
Yo no sabía qué hacer. Estaba en una posición muy incómoda, pero cuando menos, pensé, ya había servido como olla para que mi amigo vomitara su desilusión. Mientras decía lo que decía yo miraba que él iba distendiendo su frustración.
¿Así que no le molestaba que no le hubiera dicho que había visto a Humberto y Ye juntos? ¿Lo que le dolía es que yo, desde el principio, no le hubiera advertido que la relación terminaría como estaba terminando?
No sé qué hubieras hecho vos, querida mía. No sé qué hubiera hecho cualquier amigo. Al principio yo lo vi emocionado, pensé que era bueno que él viviera esa especie de triunfo, ese éxito que apareció en el momento que Ye lo defendió a capa y espada ante sus amigas. Y entonces esto fue lo que le dije, lo tomé de la mano y repetí lo que el maestro de filosofía había dicho en clase, que nada es para siempre, que todo (como en canción de José José) tiene un principio y un fin, y terminé con una bobera: Lo que importa en la vida no es el destino sino el trayecto, y como vi que él me escuchaba dije que lo bello es que había tenido una pausa hermosa en su vida, que no debía guardar rencor a Ye, porque ella había sido muy cariñosa con él y, antes que fijarse en su físico, había estimado sus valores morales y su integridad de hombre, porque eso era él, un verdadero hombre, un pichito hermoso.
En ese momento, él sonrió y luego rio con todos los dientes. ¡Sos una mierda!, me dijo. Sos una mierda, repitió, y dijo que eso era lo que me reclamaba, no haberle advertido que el camino tenía un final.
Y luego dijo que no podía sentir algo menos que rencor hacia Ye, porque el hecho de que ahora estuviera con Humberto significaba que, por encima de los valores espirituales, privilegiaba el físico hermoso del deportista, pero, luego, vi que algo como un aura de conformismo doraba su rostro, dijo: “Pero, bueno, los libros ahí están. Ellos son mis mejores amigos.” Y yo dije que sí, que tenía razón, que ahí estaban los libros, los únicos amigos fieles. Sí, dijo él, lástima que los libros no besen como sí me besó hace cuatro días esta mujer de cuyo nombre no quiero acordarme.
Posdata: Y mientras fuimos amigos, Armando jamás volvió a pronunciar el nombre de Ye. Por esto digo que él, ahora, cuarenta años después de la historia vivida, no debe acordarse de ella, pero yo (tonto) a cada rato los recuerdo y pienso en qué debe hacer un amigo en tal situación. ¿Se debe advertir que el amor es una grieta oscura o debe dejar que el amigo camine ese trayecto breve en que la luz es como una brasa que entibia el corazón?