martes, 8 de octubre de 2019

DE ESPANTOS




Sara nos contaba cuentos de espantos. Ordenaba que nos sentáramos en el piso, reclinados contra los sofás; ordenaba que hiciéramos silencio y cuando el silencio era total, ella apagaba las luces. La sala quedaba apenas iluminada por la luz que se colaba en un ventanillo superior de la puerta. Veíamos su sombra, la veíamos sentarse en una mecedora, movía su cuerpo en vaivén y la mecedora hacía un ruido dramático que era el preludio de lo que estaba por llegar.
Nos contaba las historias que había recogido con los mayores de su pueblo. Ahí conocimos la leyenda del Sombrerón, la de la mujer que se aparecía en los chorros de La Pila, la del Cadejo y la del caballo que no tenía cabeza. Nosotros casi no respirábamos. Por momentos, en voz baja, manifestábamos nuestro temor con el amigo que teníamos al lado. Todos sentíamos miedo. Si un adulto hubiese entrado de improviso nos hubiese asustado, pero habríamos sentido alivio al constatar que el mundo de afuera seguía habitado por humanos que nada tenían que ver con los fantasmas y aparecidos que brotaban de los cuentos de Sara y que eran compañeros inseparables a la hora que apagábamos la luz en nuestros cuartos a la hora de dormir.
Después de cenar y despedirme de mis papás, me ponía el pijama en el cuarto, apagaba la luz y me tapaba la cara con las colchas. Rezaba. Pedía a todos los santos que esas imágenes fantasmales se evaporaran, pero el Sombrerón parecía tener dones especiales, porque se paraba frente a mis ojos, con su imponente caballo. Yo escuchaba el acecido del animal y la respiración del viejo con espuelas de plata.
Una mañana, mientras jugábamos carritos en el sitio, Samuel me dijo que le daban miedo las historias que contaba Sara y que no volvería a escucharlas. Ese era el impulso que necesitaba, yo también decidí no volver a escuchar las historias de Sara. Mi mamá dijo que estaba bien, pero que no debía tener miedo: “Son historias de fantasmas y de monstruos, hijo, los fantasmas y los monstruos no existen”. Al oír esto mi papá, dejó el periódico sobre la mesa del comedor y dijo: “Los monstruos existen, pero están acá en la vida real.”
No volví a escuchar los cuentos de Sara. Ella, a la hora que me servía el café y tostadas con nata me preguntaba por qué ya no iba a la Hora del Miedo. Y yo decía que mi mamá me había castigado, porque había reprobado en la escuela. Ella reía y, en voz baja, decía: “Mentirosillo, te dan miedo mis historias.”
Luego me convertí en lector y me apasioné por las historias de fantasmas y de monstruos. Por algún prodigio de la mente supe que lo que decía mi mamá era cierto: En cuanto cerraba el libro, los fantasmas se quedaban entre las páginas.
Hoy, ya viejo, sigo leyendo historias de fantasmas y cuentos de terror, donde aparecen monstruos. Sé que lo que decía mi papá era cierto: los monstruos están acá, en la vida real. Basta salir a la calle para toparse con ellos. Cada vez son más. El terror es real.
De niño fui incapaz de advertir lo que era el mundo real y el de la ficción; no advertí que las historias que contaba Sara estaban en el terreno de la ficción y que éste no tenía la posibilidad de volverse realidad.
¿De verdad? Entonces, ¿de dónde tanto monstruo que ahora camina por las calles? ¿De dónde la monstruosidad que, como lava hirviente, brota de la caldera y se desparrama por todas partes?
Ahora, viejo, sé que hay un hilo conductor entre lo que es la ficción y lo que es la realidad.
Ahora, de veras, quisiera que todo fuera como las historias que contaba Sara. Me perseguían a la hora de acostarme, pero llegaba el instante en que el sueño me vencía y, por un conjuro mágico, todo el miedo se diluía. Al día siguiente nada quedaba del sueño ni del espanto. Todo recuperaba la cara linda de lo cotidiano.
El otro día, después de muchos años, saludé a Samuel, en el parque central de Comitán. Él radica en la Ciudad de México. Desde la secundaria se fue con su familia a vivir allá. Mientras tomábamos una bebida en un café del portal, él una cerveza y yo un té de limón, me dijo que estaba muy a gusto en Comitán, pero que debía regresar en dos días a la Ciudad de México. “Hasta allá me mandó el destino.”, y como si adivinara mi pensamiento, dijo: “Extraño los viejos tiempos. Nunca imaginamos que los monstruos de Sara se volverían realidad. Sara era bruja. Dio vida a los fantasmas y ahora acá están entre nosotros.” Eran mis palabras.
Lo cotidiano de estos tiempos, muchas veces, no es más que una retahíla de historias de fantasmas y de monstruosidades.
Extraño a Sara, extraño sus historias ficcionales. Su mundo era más afectuoso que el mundo de todos los días. La realidad ha superado su talento narrativo y esta realidad no se evapora, no se va en la alcantarilla del sueño.