martes, 15 de septiembre de 2020

ANTES DE QUE TODO SE ACOMODE (XXIX)

En Tv UNAM exhiben un video que se titula “Somos la Universidad de la Nación”. En algún momento, uno de los muchachos conductores dice: “…estamos en la biografía de millones de mexicanos…” ¡Sí! Mi biografía, como la de millones de estudiantes, también está ligada a la UNAM. De mi palomilla fui el único que pasó por la UNAM (muchos dicen que pasé de noche, porque estuve cinco años y no me titulé. No, no fui un fósil, ¡no!, fui un notable alumno, pero -ah, qué rebeldía tan boba- realicé cursos donde no había acreditación y menos titulación. Nunca supe que, como dicen las personas y exigen las instituciones: Papelito habla). Cuando, con los amigos de la palomilla, concluimos el bachillerato comenzamos a hacer la maleta para viajar a la Ciudad de México a estudiar una licenciatura. En ese tiempo, la mayoría de alumnos de provincia tenía como meta la capital de la república. En el siglo XXI, los alumnos egresados de bachillerato estudian en Comitán o en Chiapas o en algunas otras universidades de estados como Puebla, Jalisco, Monterrey, Veracruz, pero pocos eligen la Ciudad de México. En 1974 la UAM (Universidad Autónoma Metropolitana) inició sus servicios. Quique llegó y dijo que estudiaría ahí. Era una universidad que comenzaba con un prestigio sin par, con catedráticos de primer nivel. Pedro y Javier se quedaron en Tuxtla Gutiérrez, porque ya la UNACH también se había fundado. Ellos se inscribieron en la Escuela de Ingeniería. ¿Por qué no te quedás acá?, me dijo Javier. Yo también había decidido estudiar una ingeniería. No, no hay lo que quiero, dije. En realidad, mi gusanito migrante me impelía a ir más lejos, a ¡la gran ciudad! Miguel, Jorge, Quique y yo hicimos trámites para ingresar a la UAM. Quique para estudiar Derecho; Miguel para estudiar algo de Agronomía; Jorge sería arquitecto; y yo Ingeniero en Electrónica, o algo llamado así. Miguel, Quique y yo nos hospedamos en casa de una tía mía, mi tía Anita, bueno, no era casa, en realidad era un departamento amplio, en la colonia Roma; y Jorge fue a vivir a casa de sus abuelos maternos. Como mi tía Anita trabajaba en el Instituto Politécnico Nacional habló con un amigo catedrático para que, a Miguel a y mí nos impartiera clases de matemáticas. Todas las tardes, previas al examen, fuimos a Zacatenco y, en la oficina del reputado catedrático, nos pusimos a repasar lo que exigía el temario. Presentamos examen y un domingo salimos a comprar el Excélsior para, con número de folio en mano, revisar la lista de alumnos aceptados. ¡Sí, sí! Habíamos sido elegidos. ¡Ya éramos universitarios! Corrimos e hicimos fila en el teléfono de la casa, para avisar a nuestros papás. Ellos, igual que nosotros, debían estar orgullosos. Pero, en mi casa, no esperaban los resultados que obtuve en el primer cuatrimestre en la UAM. A Jorge y a Quique les tocó estudiar en la Unidad Azcapotzalco; Miguel estudió en la Unidad Xochimilco; y a mí me tocó estudiar en Ciencias Básicas e Ingeniería, en la Unidad Iztapalapa. El primer director de la División de Ciencias Básicas e Ingeniería fue el famoso Doctor Carlos Graef Fernández, quien era egresado del no menos famoso MIT (Massachussets Institute of Technology) y que, la leyenda urbana, decía (no sé si sea cierto) había tenido relación con Albert Einstein. Lo cierto es que el doctor Graef era experto en la Teoría de la Relatividad. Fue impresionante tener a este científico frente a mí dándome clases. La Unidad Iztapalapa fue la primera que inició labores. Azcapotzalco y Xochimilco iniciaron después. El 30 de septiembre de 1974, con un cuaderno, bajé de un camión urbano y entré a la plaza recién construida de la UAM. Me sorprendí gratamente, una persona me dijo que fuera al edificio de Rectoría (un edificio chaparrón, de dos plantas, pero ancho como pata de elefante), ahí me entregarían mi credencial. En un abrir y cerrar de ojos, me hicieron sentar frente a una cámara polaroid y luego pasé a una ventanilla donde firmé de recibido y me entregaron la credencial que me acreditaba como alumno universitario. ¡Una credencial enmicada! ¡Qué genialidad! Luego, avisaron que el rector, Pedro Ramírez Vázquez, el arquitecto que había sido el presidente del Comité Organizador de los Juegos Olímpicos de 1968, y fue el constructor de la nueva Basílica de Guadalupe, haría el acto inaugural. Ahí conocí al doctor Alonso Fernández, quien era el rector de mi unidad. La cantante yucateca María Medina cantó un tema dedicado a la Casa Abierta al Tiempo. Nunca he sido amante de ir tras artistas o ilustres personajes para pedir autógrafos, pero esa mañana, me paré frente a María y le pedí su firma. Era el testimonio para decirles a Quique, a Miguel y a Jorge que yo había estado frente a esa niña bonita que ya era famosa, porque había sido nombrada la VOZ DEL HERALDO. La Unidad Iztapalapa tenía imponentes edificios, pero carecía de espacios verdes. Parecía como una ínsula de cemento colocada a mitad de un terreno desocupado. Quienes vestían trajes sastre y sacos y corbatas eran los catedráticos, los alumnos vestíamos pantalones acampanados. Mis amigos entraron a la universidad mes y medio después. ¿Qué podía hacer cuando llegaba a casa después de clases y ellos tomaban el suéter y me decían que fuéramos al cine o a Plaza Universidad o a jugar boliche? Pues ir con ellos. No había elección. Eso provocó que durante mes y medio no estudiara ni hiciera mis deberes escolares. Nunca tuve una conciencia real de que esa CASA ABIERTA AL TIEMPO tenía al tiempo cercado en cuatro meses. Toda la primaria había estudiado cursos de diez meses, lo mismo había sucedido en la secundaria y en el bachillerato. Siempre había tenido tiempo para subsanar carencias y estudiar al final para lograr el tan anhelado seis para pasar de panzazo. En enero de 1975 concluyó el cuatrimestre y yo había obtenido antes una calificación de punto 7 en la asignatura que impartía el doctor Graef. ¡Pucha! ¿Qué no era experto en la ley de la relatividad? ¿No sabía que todo es relativo? ¡No! El punto siete no alcanzaba ni siquiera el uno. ¿Cuándo había obtenido menos de uno en la escuela? ¡Jamás! ¿La lógica me dictó que había errado en vocación? ¡No! ¡Ah, qué necio! Me había equivocado de institución. Yo estaba hecho para la UNAM y no para la UAM, yo no estaba hecho para lo metropolitano, ¡no!, yo estaba hecho para lo nacional. Así, me di de baja de la UAM. Mucho gusto, dije, ya tengo el membrete de haber sido alumno fundador de esta institución, pero ya me voy. Me voy a la mayor universidad del país. Así, regresé a Comitán. Mi amigo Memo, quien ya había decidido hacer dinero, en lugar de perder su tiempo en la escuela, llegó a recibirme a la terminal. Fue emotivo, a través de la ventanilla del autobús Cristóbal Colón, ver su rostro al lado de los rostros de mis papás. Cuando bajé del autobús él, mi amigo de toda la vida, quemó dos triques para darme la bienvenida. En ese tiempo, la terminal estaba en un terreno propiedad de doña Chelo Delfín, justo frente a la casa donde nací y crecí mi infancia. ¿Y ahora?, preguntaron mis papás. ¡Nada! Prepararé mi examen para ingresar a la UNAM.