miércoles, 2 de septiembre de 2020
CARTA A MARIANA, CON UN RECUERDO DE LECTOR
Querida Mariana: he dicho que comencé leyendo revistas de monitos. Estoy seguro que muchos lectores actuales también iniciaron con lo que, en los años sesenta, llamábamos cuentos, cuentitos.
Las grandes editoriales de estos tiempos nunca reconocerán que deben mucho a las editoriales de revistas de monitos. Las editoriales de estos tiempos (Planeta, Sexto Piso, Alfaguara y demás) ya encontraron la mesa puesta. Ellas no apostaron a la creación de formar lectores, ellas ya encontraron los ejércitos de lectores que tiran los muros de la realidad absurda, aburrida.
¿Podés imaginar que en los años sesenta los niños pagaban por leer? En el siglo XXI esto no se da ya más.
Te cuento. En los años sesenta había personas que atendían negocios de renta de revistas de monitos. ¡Sí, como lo estás oyendo! (bueno, leyendo). En una banqueta montaban un chunche de madera que sostenía cuatro o cinco hileras de lazo donde colocaban revistas usadas. ¡Ah, esa imagen era lo más atractivo de la calle! Los niños caminábamos por ahí y de pronto veíamos ese murete lleno de portadas de las revistas con monitos. Las portadas eran llenas de color, ilustradas con dibujos sensacionales.
Todos los niños nos deteníamos ante ese estante improvisado. Nunca volví a ver esa emoción. Una vez vi a un grupo de niños, en un negocio de videojuegos, que veía con atención al niño que accionaba un par de palancas para destruir a los enemigos que aparecían en la pantalla. Miraban con atención, pero no reflejaban la emoción de los niños de los sesenta ante ese tendedero de revistas. A pesar de que las imágenes eran estáticas, la secuencia que formaban nos presentaba algo como una película inédita. En ese tiempo había un aparatito que tenía una serie de imágenes para formar una historia. El tendedero de revistas contaba historias a través de sus portadas y luego, cuando elegías una revista, encontrabas otra historia. Las primeras eran un prodigio, porque cada niño las elaboraba en su mente. Eran historias ¡únicas!
Mis papás me daban dinero para comprar revistas en la Proveedora Cultural. No sólo eso, mi papá también pasaba con don Rami Ruiz y compraba cada semana el Memín Pinguín; pero, en la feria de agosto que se celebraba en el parque central siempre ponían un puesto con revistas usadas. Yo pedía a mi mamá cincuenta centavos y corría para ver ese muestrario fantástico, elegía una, daba la moneda y me sentaba en la bardita del portal y me unía a dos o tres niños que formaban parte de ese club, hijo de la nube y del aire.
Imaginá el tendedero donde en la fila de arriba están expuestas cinco revistas para renta. Porque el negocio era ese precisamente: los niños pagaban cincuenta centavos por la lectura de una revista. Elegían una, pagaban y se sentaban en el filo de la banqueta. ¡Ah, jamás he vuelto a ver esa imagen de pueblo culto, de pueblo lector! Eran historias sencillas, algunas casi simples o bobas, pero estimulaban la imaginación. Tuve amigos que luego de esos viajes llegaban a sus casas y dibujaban sus propias historietas. En una hoja dibujaban cuadros secuenciales y les ponían los globos para los diálogos.
Imaginá el tendedero donde en la fila de arriba están expuestas cinco revistas: una donde está Chanoc con su camiseta roja y con un colmillo de tiburón que cuelga de su cuello; otra donde aparece Kalimán, con sus ojos azules (pucha) y su turbante blanquísimo que tiene algo como un camafeo en el centro, con la k inicial de su nombre; otra donde aparece el jugador de fútbol, el Diamante Negro, con un antifaz negro y un trapo, también de color negro, que cubre su cabeza; la siguiente es de Lorenzo y Pepita (pareja gringa) que contaba la historia cotidiana de Lorenzo que renunció a la herencia a fin de tener a su Pepita (sin albur). Lorenzo pudo vivir una vida de millonario, pero eligió una vida modesta al lado de la chica que quería y deseaba. Ya no se ven muchas historias de éstas; y, por último, una portada donde está un simpático niño negro que se llama Memín, hijo de Eufrosina, mujer que se dedica a lavar ajeno y ama profundamente a su niño.
¿Mirás? La simple exposición de estas portadas en la banqueta despertaba el interés de todos los niños que por ahí pasaban. Los niños de esos tiempos pedían a sus mamás una moneda de cincuenta centavos, moneda que utilizarían ¡para leer!
¿A poco no es una historia extraña? México es un país cuyos índices de lectura son raquíticos. Pero, en los años sesenta, millones de niños alquilaban revistas ¡para leerlas! Destinaban su paga para alimentar su imaginación. Lo hacían con historias sencillas, algunas simples, otras bobas, pero, aunque fuera alpiste, daban de comer al árbol de las neuronas.
Posdata: Estoy seguro que miles de esos niños dieron el siguiente paso y se convirtieron en grandes lectores, de obras inteligentes, complejas, maravillosas. Esos niños de ayer son el día de hoy los que compran los libros de las grandes editoriales. Se acostumbraron a invertir su paga en el divino ocio de la lectura.
Las grandes editoriales ya encontraron todo un ejército de lectores bien formado. Hallaron la mesa puesta. No formaron lectores, simplemente los conservaron.