sábado, 5 de septiembre de 2020

CARTA A MARIANA, CON UN RECUERDO

Querida Mariana: ¿Te mandaron alguna vez a la dirección? Hoy te comparto una foto que muestra la dirección del Colegio Mariano N. Ruiz, la escuela del padre. Ese escritorio fue el escritorio, por supuesto, del padre Carlos J. Mandujano; por un tiempito fue el escritorio del maestro Javier Mandujano Solórzano, el maestro güero (el primer director oficial del colegio); luego, frente a él, se sentó el maestro Jorge Gordillo Mandujano y luego (¡qué orgullo!) me tocó a mí. Ahora (entiendo) este escritorio ha sido sustituido por otro, más moderno, uno que ya ocupó el maestro José Hugo Campos Guillén (mi jefe actual), el maestro Roberto Guillén Abarca; luego la maestra Martita Culebro (mi comadre); y ahora lo ocupa la maestra Sara Eugenia Gordillo Avendaño. Y digo esto, porque la foto es de la dirección donde ahora funciona el nivel de primaria, el primer edificio del colegio. ¿Te mandaron alguna vez a la dirección? Cuando el maestro entraba al salón y decía: Fulano de tal, a la dirección, uno debía estar atento al tono. Si el tono era severo significaba que uno debía presentarse ante el director para recibir una amonestación; si el tono era llano, significaba que el director te comisionaría para algo especial. Yo entré a esta dirección cuando estudié la secundaria en el Colegio. Me tocó estar frente al padre Carlos en ambas situaciones. Una vez, porque acompañé a mi papá para recibir una amonestación. Ya te conté, con un grupo de compañeros echaba relajo en el patio, porque el maestro que nos correspondía no asistió. Corríamos y gritábamos. El padre estaba en otro grupo dando su clase. Salió y pidió que nos comportáramos, nos envió a sentarnos en una banca corrida de cemento. Le hicimos caso, pero, vos sabés que los muchachos no tienen sosiego, así que minutos después comenzamos de nuevo a sacar las uñas, las sacamos de tal forma que llegó el momento que eran como garras de tigres rugientes. El padre ya no soportó. Salió de su salón y, con el brazo extendido, nos expulsó. Nos llamó de uno en uno, nos dio un zape y nos corrió, con una advertencia: “Y no regresen si no vienen acompañados de sus papás”. Así pues, al día siguiente mi papá y yo entramos a la dirección. Mi papá era el secretario del Colegio, lo que hizo fue pasar de la secretaría a la dirección para escuchar el motivo de la expulsión y la sentencia de que si volvía a ser irrespetuoso con el director me expulsarían en forma definitiva. La siguiente vez entré a la dirección para platicar un rato con el padre, para pedirle que me prestara un libro que nos había enseñado, acerca de las carreras profesionales que impartían en el Politécnico Nacional. Y luego, ya lo dije, entraba a diario para cumplir con mi encargo de director. Ahí me tocó atender a alumnos que caminaban por las dos sendas: sancionar a los incumplidos y groseros; y felicitar a los alumnos destacados. También, cuando estudié la primaria en la Fray Matías de Córdova, en una ocasión recibí un regaño de parte de mi director, el profesor Víctor Manuel Aranda León, y en otra ocasión entré porque recibí la comisión de representar a la escuela en un acto cívico. Me tocó leer la reseña de algún héroe, en el parque central de Comitán, al lado de la estatua gigantesca de Belisario Domínguez, estatua que, desde su altura, cuidaba que todo estuviera bien en derredor (es la estatua que ahora está en la entrada norte del Bulevar de La Federación.) Y mirá, resulta que en la preparatoria entré a la dirección sólo por cuestiones académicas o porque conversaba un rato con el segundo director que me tocó, el arquitecto Roberto Zúñiga (el primer director fue el doctor Elías Macal, pero cuando se dio el movimiento de huelga fue retirado del cargo y quedó el arquitecto Zúñiga al frente). Nunca (¡uf!) entré a la dirección de la prepa por alguna sanción. Y esto fue así, porque Dios es generoso con sus hijos que no se bañan. ¿A poco no merecía ir a la dirección para recibir una reprimenda por acudir bien bolo a presentar un examen final? ¿Alguien me ha quitado el primer lugar en ese acto que ahora me parece bochornoso? No, nadie de los maestros involucrados dijo algo. Pasó de noche. Ya en las universidades que estuve, jamás entré a las direcciones o rectorías. ¡No! Esos espacios estuvieron reservados para los muchachos líderes o para los que obtenían reconocimientos nacionales. Como nunca estuve incluido en ninguna de esas categorías caminé por las orillas de las direcciones de las facultades de ingeniería de la UAM, de la UNAM, de la UVM o de la UNACH. Nunca supe cómo eran esos espacios que, imagino, son soberbios, como soberbia la dirección del Colegio Mariano N. Ruiz que acá ves. ¿A poco no te impacta ver la pulcritud del lugar? Así lo mantenía el padre Carlos. El cuadro que se ve en la pared es un retrato de Mariano N. Ruiz, pintado al óleo por el maestro Güero. Sobre el estante, lleno de libros, hay un ave trabajada por un destacado taxidermista comiteco, un florero y dos bases para colocar velas. ¿Mirás los dos sillones que están en una lateral? Ahí nos sentamos el día que el padre Carlos me reprendió. Ahora es costumbre colocar las sillas frente al escritorio, el director platica de frente con los padres de familia o con los alumnos. En la dirección del padre Carlos todo tenía su “sana distancia”. Él se sentaba frente a su escritorio y desde ahí hablaba con los padres de familia y alumnos, quienes estaban sentados en las sillas laterales. Esa distancia daba la medida exacta del protocolo. Entrar a ese espacio significaba cambiar de burbuja. Afuera estaba el bullicio, la chanza, la grosería; adentro caminaba el silencio que es habitual en el interior de templos y lugares de meditación. Cuando fui director del Colegio platiqué con el padre en muchas ocasiones, siempre que lo hice terminaba con una mirada de asombro. Desde que fui su alumno (lo he dicho en varias ocasiones) me sorprendió su erudición y la forma de compartir su conocimiento. De él recibí clases de Civismo, de Moral, de Música (nos platicaba las biografías de los grandes músicos, como Mozart, Debussy, Beethoven, Chopin y demás genios; y mandaba a traer un tocadiscos de su casa –que estaba al lado- para que escucháramos las grandes obras) y de literatura universal. ¡Ah, sus clases de literatura eran sensacionales! Que me perdonen los otros maestros que me dieron clases de literatura, nadie superó al padre Carlos. Su formación era tan vasta que abarcaba muchos senderos y un simple callejón lo convertía en una gran campiña donde el Cid o el Quijote cabalgaban con una libertad que jamás volví a admirar. En clases de Civismo o de Moral me ponía a jugar con Ramiro, mi compañero de banca, pero en clase de Literatura ambos estábamos pendientes. Cuando entrábamos al salón éramos chivitos, saltando libres de un lado a otro, balando sin consideración, pero cuando éramos solicitados para ir a la dirección, nuestro carácter de chivas tomaba la personalidad de los tacuatzes, queríamos desaparecer. La figura del maestro era una figura más accesible, la del director siempre era huidiza. El estatus era diferente. La lógica infantil decía que en la escuela sólo había un director y muchos maestros; los maestros respetaban las indicaciones del director. En más de dos ocasiones escuchamos la frase: “Veré qué dice el director”, cuando hacíamos una petición especial al maestro. El director era la figura principal en la escuela, era, como se dice, el capitán del barco, un barco bamboleante, alegre, entretenido y fatal. Sólo el supervisor estaba por encima del director. El supervisor era alguien ajeno, llegaba de vez en vez, pero cuando llegaba veíamos que maestros y director se cuadraban ante su presencia. De pronto veíamos que el maestro entraba corriendo al salón y advertía que minutos después llegaría a visitarnos el supervisor: arreglen las bancas, levanten esos papeles del piso, hagan silencio, por favor ¡pórtense bien! El supervisor supervisaba y si en la supervisión hallaba malos comportamientos no le iría bien a nuestro maestro, ni a nuestro director. El supervisor entraba y todos nos poníamos de pie, como autómatas y decíamos buenos días, el supervisor sonreía y con una mano nos indicaba que podíamos sentarnos. Ni las moscas se atrevían a volar, se posaban en las ventanas y se dedicaban a pasarse las patas por sus cuerpos alados. El silencio era una losa más pesada que la que cargó El Pípila. No sabíamos por qué, pero nuestras manos sudaban y las secábamos en los pantalones. Sí, sí sabíamos, su presencia podía significar que caminara por el frente, mirara un cuadro del héroe y preguntara al primero que encontraba su mirada: ¿Quién es el que está en el retrato? ¡Dios mío! El condenado se ponía de pie, tragaba saliva y, con timidez, decía, no en tono afirmativo sino en tono interrogativo: ¿Benito Juárez? Nuestro maestro sacaba su pañuelo y se secaba la frente. En efecto, decía el supervisor, acá está el Benemérito de Las Américas. ¿Bene qué? A ver, decía el supervisor, mientras con la mano sobre el hombre del primer condenado lo sentaba en forma amable, a ver, quién me dice en dónde nació Benito Juárez. ¡Silencio! De pronto, Beto, el más estudioso, levantaba la mano. Nuestro maestro volvía a secarse la frente y sonreía, con la misma sonrisa que pone el que se entera del lamentable fallecimiento de la abuela, pero un segundo después le notifican que es heredero universal. Beto se paraba y decía que en San Pablo Guelatao, en Oaxaca. Posdata: Me gustan los espacios que se llaman direcciones. Las direcciones son soberbias. Las direcciones de las grandes empresas mundiales tienen cuadros originales de Picasso o de Modigliani, huelen lindo, a sofás de cuero, a libreros de cedro. La dirección del Colegio Mariano N. Ruiz que acá ves tenía una soberbia presentación, olía a nube que se desplaza lento en el profundo cielo.