lunes, 21 de septiembre de 2020

ANTES DE QUE TODO SE ACOMODE (XXXIII)

El vestíbulo de la Biblioteca Central Universitaria de la UNAM era amplísimo, con gran iluminación. Los enormísimos ventanales tenían, en la parte superior, una serie de cristales que daban una transparencia de ámbar, de ámbar chiapaneco, de Simojovel. La luz de la biblioteca era una luz cálida, amigable. Había muchas mesas, sillas, estudiantes. ¿En dónde estaban los libros? Como en la biblioteca comiteca, acá también había un mostrador y detrás de él varios muchachos que atendían a estudiantes que se acercaban. Me acerqué para ver qué sucedía. Nada especial. Los muchachos presentaban una boleta, esperaban y luego recibían el libro solicitado. Como Sherlock Holmes saqué mi lupa imaginaria y seguí las huellas de los estudiantes. ¡Sí! Todos buscaban en unos tarjeteros los libros que deseaban y llenaban un papelito con los datos de catalogación. Los papelitos estaban dispuestos en varias mesas y los muchachos los tomaban con total libertad. ¡Ya! Así que para solicitar un libro era necesario seguir ese protocolo: Buscar en los catálogos, anotar los datos de clasificación, acudir al mostrador, entregar la boleta y esperar a que entregaran el libro. Regresé al mostrador y comprendí mejor. Los libros “bajaban” a través de unas bandejas. Imaginé entonces el movimiento de los pisos superiores. Los empleados recibían las boletas con los pedidos, iban al estante donde estaba el libro solicitado, colocaban la boleta en medio de las hojas y se lo pasaban a una compañera que lo colocaba en la bandeja que, a través de un sistema de poleas, imaginé, subía y bajaba solicitudes y entregas. El bonche de libros, entonces, estaba en el interior de esa enormísima caja que, luego me enteré, había sido decorada con grandes murales por el gran Juan O Gorman con miles y miles de cuadritos hechos con piedras de colores, que llegaron de diversas partes de la República Mexicana. ¿Cuántos libros había en esa biblioteca? Dicen que según el sapo intelectual es la pedrada filosófica. Imaginé que debían ser miles y miles. Sí. Esa cajota estaba llena de libros, libros que estaban dispuestos para todos los universitarios. ¡Había llegado a un lugar maravilloso! El que siempre imaginé. El buen Borges, en algún momento de su vida dijo: “Siempre imaginé que El Paraíso sería algún tipo de biblioteca.” ¡Dios mío, entonces estaba muy cerca del Paraíso! Seguí observando con mi lupa imaginaria. Seguí las huellas de los muchachos (y muchachas, ¡qué alegría!) que recibían libros en el mostrador. Muchos caminaban y se sentaban en alguna silla vacía ante las mesas y se ponían a estudiar. En el lugar había un silencio apenas suspendido por pasos y voces en susurro. Todo mundo estaba inmerso en sus mundos interiores. Los comentarios eran de grupos que, imaginé, hacían trabajos de investigación en equipo. Pero algunos estudiantes tomaban el libro y salían de la biblioteca. ¡Ya, ya! La Biblioteca Central Universitaria también tenía préstamos a domicilio. ¡Genial! ¿Todo mundo podía obtener libros a préstamo? Regresé con mi lupa al mostrador y vi que además de la boleta era requisito indispensable presentar la credencial, ésta quedaba en prenda. ¡Ya, ya! Me acerqué a un señor que tenía una escoba entre las manos y vestía un uniforme azul con el logotipo de la UNAM. ¿Oiga, cuántos libros tiene la biblioteca? ¡Uy, joven, son muchos, un chingo! Son doce pisos, haz tus cuentas. Y se fue. Doce pisos llenos de libros. Uf. ¿Cómo hacer cuentas? El conteo se lo dejé para los estudiosos de estadística, me quedé con la respuesta del señor: eran un chingo. Un chingo de libros para mí. Lo que podía hacer era echar un vistazo al catálogo, ahí me daría cuenta de cuánto más o menos era el chingo. Revisé los gabinetes, eran muchas cajitas con cientos de libros cada uno, con miles, miles. Respiré satisfecho. Estaba en El Paraíso. Sí, pensé, fui enviado para vivir en este lugar. Lo primero que haría al día siguiente sería tramitar mi credencial. En un muro de piedra volcánica había un cartel con los requisitos. Necesitaba dar mi número de cuenta, hacer un pago y entregar dos fotos tamaño infantil. ¡Sí! Al día siguiente eso haría. Tomarme fotos y solicitar mi credencial, que era el pase para tener acceso a todos los frutos de El Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal.