lunes, 14 de septiembre de 2020

CARTA A MARIANA, DONDE UN INSTANTE DEFINE UNA VIDA

Querida Mariana: Tal vez tenés algún amigo al que llamás por su apellido y no por su nombre. Es común. A mí, por ejemplo, muchos me llaman por mi apellido paterno. Otros mencionan mi nombre, algunos (algunas) lo hacen en forma afectuosa y me dicen Alex o Molis (mi Paty me dice Molito o Molcajete); algunos más me tratan por mi segundo nombre (Benito) y nadie lo hace por mi apellido materno (Torres). Mis obras las firmo sólo con mi nombre y mi apellido paterno. Se diluye el Torres materno. En el caso de Sergio Jiménez Mena, quien (muchos lo lamentamos) falleció apenas hace dos días, casi nadie lo identificó por su apellido paterno. ¡No! Algunos lo llamaron por su nombre (Sergio), otros lo trataron en forma más afectuosa, Checo (Checo, como el famoso corredor mexicano de autos) y sus más cercanos le decían Meco. La mayoría de los que lo conocimos y tratamos lo nombramos como el profe Mena o simplemente Mena. Si alguien dijera que falleció el profesor Jiménez nadie en el pueblo lo identificaría a la primera, pero cuando se regó la noticia del fallecimiento del profesor Mena ¡todo mundo supo de quién se trataba! Yo supe de su mamá, la señora Mena; supe de las vueltas que su hijo Sergio dio para atender las dolencias de su mamá, quien vive en la tierra donde el profesor Mena nació: Cárdenas, Tabasco. Sergio se preocupaba mucho por ella. A veces, cuando nos topábamos a mitad del patio o en algún corredor del Colegio, porque Sergio fue compañero de trabajo en el Colegio Mariano N. Ruiz, me platicaba que había viajado a Tabasco porque su mamá necesitaba atención médica y él procuraba que su mamá tuviera los cuidados necesarios. Se preocupaba por su mamá, la señora que le había trasmitido el apellido con que fue conocido por la mayoría de quienes lo trataron, porque ¡vaya que tuvo conocidos! No sé en qué momento llegó a Comitán, pero acá se casó, tuvo dos hijas (la primera ya cumplió los quince y estudia el bachillerato, y la segunda es una niña bella que cursa apenas los primeros grados de primaria) y un día llegó al colegio y se quedó a laborar ahí, plantel donde también trabaja su esposa, en el nivel de preescolar. Sergio se hizo parte de nuestra familia laboral y muchos alumnos lo conocieron y lo trataron y lo apreciaron, no obstante, siempre procuraron darle la vuelta, porque como era prefecto siempre estaba pendiente de la disciplina interna, de que la muchachada no se fuera de pinta, que entrara a los salones a la hora del toque de la chicharra, que las parejitas no buscaran rinconcitos. El grito: ¡Ahí viene Mena!, era la señal de entrar al salón, de separarse, de bajarse del árbol, de regresar el balón. El profe Mena, en algún momento de su vida, fue militar, por eso tenía amplio conocimiento de los protocolos militares y yo veía que, en ocasiones, dirigía a los muchachos de la escolta. Lo hacía con gran responsabilidad, exigía disciplina. Tuvo amigos en los campos deportivos, donde llegó a ser árbitro de fútbol; tuvo amigos en las mesas de cantina, hasta que un día (en buena hora) dejó de beber; tuvo amigos en los grupos de fanáticos del equipo Pumas de la UNAM, pues fue un fiel seguidor de ese equipo y sufría cuando su equipo no ganaba y, muy orgulloso, portaba la playera oficial de Los Pumas cuando la victoria estaba del lado de su equipo consentido. Así como muchas personas llevan en el pecho los colores del América, Sergio llevaba en el pecho los colores del Colegio Mariano N. Ruiz y los colores de Los Pumas; además, portaba el orgullo por su familia, por Comitán y por su tierra natal, lugar donde hoy será enterrado su cuerpo. Joven, servicial, de carácter fuerte, pero noble. A mí me soportaba las bromas. Siempre fue amable conmigo, en varias ocasiones hizo favor de llevarme en su auto o en la camioneta de la Universidad a Tuxtla Gutiérrez. Después que me sometí a una operación, él, paciente, pasaba por mí a la casa y me llevaba al Colegio con lentitud. Sé que sufría, porque a él le encantaba manejar a gran velocidad, pero con el viejito Molinari, el joven Mena se portó tolerante; le encantaba la velocidad, tanto como a su tocayo el Checo Pérez. La última vez que me llevó a Tuxtla lo hizo para que Amín Guillén y yo participáramos en la Feria del Libro de la UNACH 2019. Esa vez le pedí que no fuéramos en la camioneta, que mejor lo hiciéramos en su auto, porque era más cómodo y él me dio gusto. La universidad pagaba los gastos de gasolina y de alimentación, pero él nunca exigió la joda de su auto. Era generoso, era sencillo, tabasqueño campechano. Esa vez le pedí que, por favor, no pusiera el disco de Ana Gabriel, con el que me atormentó la primera vez que me llevó a Tuxtla. El comediante Polo Polo dice que Diango canta como si le estuviesen apretando un testículo; bueno, algo similar ocurre con Ana Gabriel, claro, en versión femenina. Sergio me hizo el gusto. Quitó el disco de Ana Gabriel. Ahora, cuando alguien, en las oficinas del colegio, revise documentos y diga: ¡lo checo!, un papalote volará por el cielo y recordará el nombre del compañero. Posdata: Y hoy, mientras escribo estas palabras que son una cinta de luz en memoria de Mena y un abrazo para su familia y amigos que hoy lamentan su partida, escucho tantito en Youtube una canción de Ana Gabriel y ella dice “…se apagó la luz…” y digo que sí. Ya nunca más escucharemos su sonrisa de pejelagarto alborotado, ya nunca más el grito de los muchachos: ¡Ahí viene Mena! Su mamacita le regaló el apellido con el que medio mundo lo conoció. ¡Mena! ¡Presente! ¡Siempre presente!