viernes, 11 de septiembre de 2020

ANTES DE QUE TODO SE ACOMODE (XXVIII)

Sí, rescato retazos de la vida de mi papá. Lo hago en intento de armar mi rompecabezas personal, para no romperme en mil cachitos. Digo que tengo aprehendidos actitudes y algunas frases que él repetía a la menor provocación. Si ocurría algo malo, se llevaba la palma de la mano a la frente y decía: “Ya nos llevó la tía de las muchachas”. ¿De dónde había pepenado esta frase? La tía de las muchachas, entonces, no era una mujer muy agradable. ¿Tenía que ver esto con la tía que regenteaba los burdeles? No lo sé. Era una expresión, como cualquier otra, pero algo decía del carácter de mi papá. Tal vez aprendió la frase cuando fue niño. Cuando uno es niño, la tía de las muchachas es una mujer fea, malvada, prohibida. Ya luego, cuando el niño crece y se convierte en adolescente, la tía de las muchachas se vuelve una mujer cercana, porque en su casa hay chicas que permiten el juego de cama que los muchachos desean. Mi papá, ya de grande, no fue de los hombres que acudían a los burdeles, como sí hay muchos adultos que lo hacen. No, mi papá siempre se detuvo ante las tentaciones. Cuando ya vivíamos en la casa que construyó, una chica de no malos bigotes llegaba a la oficina, se sentaba sobre el escritorio y subía las piernas, en una evidente seducción, mi papá se sonrojaba tantito, se levantaba y, con cualquier pretexto, abandonaba la oficina. La chica se bajaba del escritorio y se iba. No fue un santo, por supuesto que no, fue un ser mortal como cualquiera, con defectos y virtudes, pero procuró moderar los defectos, casi diluirlos, en esa acción, sus virtudes florecieron como orquídeas sobre el árbol. Otra de las frases de mi papá era: “Dejar de comer por haber comido”. Había ocasiones donde mi mamá llamaba a comer y mi papá, como pajarito, pispeaba la comida. Ya había comido antes algún antojo, ya estaba saciada su hambre. Y si de hambre hablamos, a mi papá no le molestaba que la sirvienta o mi mamá dejaran quemar tantito el arroz. ¡No! Él pedía que con un cucharón, como si fuera pala, barrieran el fondo de la sartén (según la RAE, sartén es de género femenino) y le sirvieran los arrocitos quemados. La mezcla de éstos con los blancos impolutos le generaban gran placer. Así, entonces, mi mamá dejaba quemar el arroz a propósito, para satisfacer el gusto de mi papá. Tal vez, insisto de nuevo, ese sabor lo traía desde la infancia. Puedo ahora hacer mil conjeturas, pero ninguna sería válida. Nunca le pregunté a mi papá este comportamiento inusual. Jamás he vuelto a ver alguna persona que coma arroz esponjadito, blanco, revuelto con algunos quemados. Al contrario, una vez fui testigo, en casa de un amigo, de una muestra iracunda cuando él recibió un plato con arrocitos un poco quemados. Mi papá silbaba. Cuando hacía alguna actividad, con las mangas de la camisa arremangadas, silbaba. No silbaba alguna canción. ¡No! Él silbaba una tonada que era como si un canario se diera una vueltita por la plaza y regresara a la jaula. Luego quedaba en silencio, pero en el momento menos esperado volvía a silbar. Sí, a mi mamá y a mí, nos llamaba en casa a través de un silbido, uno especial para ella y uno especial para mí. A veces estaba en el sitio y escuchaba el silbido. Como perrito de Pavlov corría a ver qué deseaba mi papá. En Comitán, en esos tiempos (años sesenta) los amigos también se silbaban (no se chiflaban). A la hora del amigo, por ejemplo, algún compadre, desde el zaguán, que siempre tenía la puerta abierta, silbaba un clásico silbido de cuatro notas y el compadre respondía ¡Ya voy! Ahora ya no es común, los silbidos fueron sustituidos por claxonazos o por mensajes de WhatsApp. Ya en casa no tengo el silbido de mi padre que me llame a su lado. Ya todo está enterrado. Si algo caracterizó a mi papá fue la camisa arremangada y el uso del chaleco. Sé que esto último lo pepenó en la ciudad de su nacimiento. San Cristóbal de Las Casas es una ciudad con clima frío, por eso, muchos coletos usan saco o, en días más benignos, chaleco. ¿Y la camisa arremangada? Desde niño se acostumbró al trabajo. Lució con elegancia el traje, pero el traje de todos los días de su vida fue ese traje liviano: la camisa en mangas. Siempre que releo la obra de uno de mis escritores favoritos: Julio Cortázar, recuerdo que siempre escribió “en mangas de camisa”. Era integrante del mismo club de mi papá. Tal vez por eso, la obra de Cortázar es una obra genial, como genial es la figura imprecisa, tijereteada, pero fiel, que tengo de mi padre. Una de sus nietas lo define como “su caballero de los ojos hermosos”, porque mi papá no sólo tenía los ojos verdes, tenía la calma de los bosques llenos de árboles con juncia y orquídeas. Sí, mirada limpia, honesta, tranquila, vuelo de colibrí.