viernes, 18 de septiembre de 2020

ANTES DE QUE TODO SE ACOMODE (XXXII)

¿Qué hacer? Fui a Rectoría, era la torre que me había saludado al inicio. Salí de Ingeniería y caminé por una plaza tapizada con cuadros de césped y andadores de cemento. El sol de la una de la tarde se desplegaba con afecto. Todo era una bienvenida afectuosa. Caminaba (no lo sabía en ese momento) en un espacio que tenía veinte años de haber sido creado y que, en el siglo XX, sería nombrado como Patrimonio Cultural de la Humanidad. Caminaba por terrenos de la universidad más grande de Latinoamérica. Sí, como bien dijo la carta de aceptación, era un privilegio ser parte de esa comunidad. Me sentí puma desde el primer día. Intuí que sería mi casa durante varios años. Todas las mañanas me levantaría temprano, me bañaría, me vestiría, tomaría un licuado con leche y fresas y caminaría con prisa para colgarme en un urbano que iría atascado de muchachos y que recorrería la Avenida Insurgentes hasta llegar a CU. Sí, los urbanos tenían sobre el cristal del frente esas dos letras simbólicas CU: Campus Único; Corazón Unicornio. Y, como si estuviese ante un Dios mayor, me paré frente a la entrada de rectoría y alcé la vista y vi el inmenso escudo en lo alto de un pendón majestuoso de cemento pintado. En Comitán alguien había lamentado el fallecimiento de Rosario Castellanos, ya alguien había dicho que la paisana había trabajado en la UNAM y su oficina había estado en uno de esos pisos llenos de ventanas. ¿En qué piso? No sabía. La pregunta que brincó fue: ¿podía entrar a rectoría? Vi que muchas personas entraban y salían como Pedro por su casa y pensé que sí, que podía entrar, era el corazón de mi casa, era mi casa. Entré, sí, con mi proverbial timidez, con el cuaderno debajo de mi axila, al vestíbulo. La mayoría de personas sabían lo que deseaban, el vestíbulo era espacio de tránsito para ir a pisos superiores, entraban y salían de los elevadores. Me acerqué a un mostrador donde había un paquete expuesto. Esa primera tarde tuve entre mis manos lo que sería una fiel acompañante: La Gaceta UNAM, un impreso que daba cuenta de todo lo relevante que sucedía en la universidad. Pensé que en las escuelas donde había cursado los grados anteriores no tenían gacetas impresas. Lo más que teníamos era un Periódico Mural. Tener en mis manos el impreso me causó un gran regocijo. Desde siempre había sido un niño y un joven acostumbrado a tener impresos en mis manos. Siempre había sido un gran lector. Esa gaceta fue una aliada de mi gusto por la lectura. A partir de ese primer día, todos los lunes, miércoles y viernes, al salir de clase, iba a Rectoría y conseguía mi ejemplar gratuito de La Gaceta UNAM. Sí, lunes, miércoles y viernes. ¡Pucha, qué trabajo tan arduo, tan generoso! La gaceta era impresa en un papel delgado, no ostentoso. En ese tiempo estaba impreso a dos tintas y tenía ocho o doce páginas, con un tiraje de miles de ejemplares. La universidad era tan grande que los integrantes de casa no podían comunicarse a silbidos, como lo hacía mi papá en casa, ¡no!, era necesario este impreso para saber qué pasaba en los otros cuartos, en la cocina, en la sala, incluso, en el baño. Esa primera mañana me di por satisfecho. Rectoría no fue más que mi Proveedora Cultural, la que me proveía de una gaceta bien redactada, que me decía cómo iba moviéndose el aparato gigantesco que ahora era mi casa, que fue mi casa de 1975 a 1978. Si algún día me hubiese topado con el Rector Soberón lo hubiera visto como don Rami Ruiz. Sí, comencé a realizar un ejercicio de comparación. Cuando viajábamos a otras ciudades, mi papá acostumbraba jugar a comparar a las personas que caminaban frente a nosotros, les buscaba parecidos con personas de Comitán. ¡Ah! Cómo nos divertíamos. Desde ese primer día en la UNAM comencé a hacer este ejercicio, no sólo buscando parecidos con las personas sino también con espacios. Rectoría fue apenas un puesto de periódicos y revistas. ¡Pucha! ¡Qué sacrilegio! Por eso, pensé, Rosario Castellanos había laborado ahí. ¡Claro! Estaba enredada en bonches de papeles y revistas y libros. Salí de Rectoría y vi otro edificio monumental, majestuoso. En ese momento no sabía que ese otro edificio sería el espacio donde permanecería la mayor cantidad de horas de todos los días que permanecí en la UNAM; no sabía que ese recinto luminoso sería la fuente donde bebí el agua de lo que ahora soy. ¿Qué era ese edificio tan bonito, donde, como en todos los edificios de Ciudad Universitaria, entraban y salían muchas personas, muchos jóvenes, muchas chicas? En cuanto me acerqué lo supe, era ¡la Biblioteca Central Universitaria! De inmediato hice el ejercicio de comparación. En mi pueblo sí había bibliotecas, pero parecía que nada tenían que ver con ese espacio al que estaba a punto de entrar. En el corredor de la presidencia municipal de Comitán había un cuarto con un mostrador de pared a pared y una serie de estantes con libros. ¡Un cuarto! Este edificio era mil veces más grande que todo el edificio de la presidencia municipal. Exagero, por supuesto, no era mil veces más grande, pero sí contenía mil cuartos, mil bibliotecas, mil sueños.