lunes, 28 de septiembre de 2020

CARTA A MARIANA, POR LOS QUE VIVEN EN SUS PUEBLOS

Querida Mariana: ¿Cómo viven los que viven lejos de sus pueblos? La mayoría vive bien. La mayoría se adapta. La vida, a final de cuentas, no es más que un proceso permanente de adaptación. ¿Cómo viven los que viven en forma permanente en sus pueblos? La mayoría vive bien. La mayoría acepta su destino. La vida, a final de cuentas, no es más que un proceso permanente de aceptación. Pero hablo de las mayorías, ¿qué pasa con las minorías? ¿Qué pasa con aquellas personas que viven lejos de sus pueblos y viven sin el gusto de la vida, porque extrañan sus pueblos de origen? ¿Qué pasa con los que están dispuestos a hipotecar su vida con tal de volver a sus territorios originales, donde quedó su mushuc? ¿Qué pasa con las minorías que viven en sus pueblos, pero lo hacen anhelando vivir en otras partes, en otras ciudades donde tengan más oportunidades de desarrollo? La mayoría de los comitecos que vive en París o en la Ciudad de México vive a gusto en esos espacios. Extrañan a su Comitán, con esa añoranza que es propia de todos los seres humanos, pero gozan su presente y, cuando pueden, vuelven a Comitán, pero sólo de vacaciones, sólo para abrazar y saludar a sus familiares y amigos, para caminar las calles de su pueblo, pero no dudan en despedirse al término del receso, porque saben que su vida ya no está acá sino allá. Pero, insisto, hay una minoría (son contados), que no viven, sobreviven en París o en la Ciudad de México; al despertar o al acostarse sienten algo como una espina en el espíritu que no los deja estar tranquilos. Hay un puño que los aprieta, los ahoga, no los deja respirar con tranquilidad. Saben que es una bobera, pero cuando se sientan, con los pies al aire, en un pretil y ven el Sena suspiran y piensan en el Río Grande y en La Ciénega; saben que es una bobera, pero cuando caminan por la Alameda y ven el Palacio de Bellas Artes piensan en el Teatro Junchavín. Levantan la vista y ven el cielo y añoran el cielo comiteco, que ya ni es tan limpio. Hay personas que tienen un lazo irrompible con sus lugares de origen. Hay personas que son como pichitos que nunca cortaron el cordón umbilical con sus pueblos de origen. Su muschuc lo enterraron en Comitán, pero ahí lo llevan colgado al espíritu, no lo sueltan. ¡Ah, los cositíadependientes! He salido del pueblo, a veces por lapsos mínimos, en otras ocasiones por largas temporadas. ¡No, no puedo vivir a gusto en otros lugares! La estancia en otros lugares ha sido como un tiempo muerto. No ha sido eso, por supuesto que no, han sido épocas de crecimiento, pero esos injertos han crecido al tiempo que han secado un poco la rama de mi espíritu. ¿París es la ciudad luz? Sí, para millones de personas sí. Para mí, la luz está en Comitán, en este pueblo que no es El Paraíso, pero es el pueblo donde los cositíadependientes se alimentan. En los años sesenta, mi abuela materna vivía en la Ciudad de México. En una ocasión la operaron, mi mamá no dudó, debía viajar para cuidarla y me llevó. El plan era permanecer más o menos un mes allá, en la gran ciudad. ¡No! Diez días después ya estábamos en la central camionera trepando al Cristóbal Colón que nos trajo de regreso al Comitán añorado. ¿Por qué? Dejá que te cuente. Dice mi mamá (yo no lo recuerdo), que al día siguiente de llegar a casa de mi abuela me senté en la puerta de calle y lloré, lloré mucho. Se acercó mi mamá y me preguntó por qué lloraba y yo le dije que quería ver a Chonita. ¿Chonita? (no la recuerdo) Chonita era una mujer que pasaba a la casa de Comitán, entraba al zaguán y entregaba atol y pan compuesto. Yo salía agarrado de la mano de la sirvienta y le daba a Chonita mi plato y mi vaso y ella ponía un pan compuesto en el plato y llenaba con atol mi vaso (debió ser atol de granillo). Y lo que hice el primer día se repitió hasta que mi mamá no pudo más y, ya más repuesta mi abuela, se despidió y compró boletos para el regreso. Mi llanto era tan de cachorro extraviado que pensó regresar para que yo no me enfermara, para que no me enfermera de nostalgia. No recordaba este pasaje de mi vida. Mi mamá me lo contó ayer. Pienso que siempre, entonces, al estar en otro lugar extraño a la Chonita de mi niñez y vuelvo, regreso a mi origen. Ahora que lo escribo pienso que Chonita era una mujer sensacional: vendía pan compuesto de casa en casa. Ya no hay Chonitas en el pueblo. Las Chonitas de ahora venden atol de granillo o jocoatol, pero no venden pan compuesto. Sólo mi Chonita tenía esa misión en la vida. Posdata: No recuerdo a Chonita, pero, como cuando leo una novela, imagino al personaje. Sé que era una mujer afectuosa, sonreía al verme, me echaba una cucharada de más en el vaso y me decía que ese era mi mojol. Sí, la Chonita fue el mojol de mi vida, mi pilón, mi coitán, mi plus. Me gusta vivir en este pueblo, un pueblo que no es perfecto, pero que es el lugar donde está enterrado mi mushuc. No pude cortar el cordón umbilical, no quiero.