jueves, 24 de septiembre de 2020

CARTA A MARIANA, CON UNA IMAGEN

Querida Mariana: todo mundo dice que una imagen dice más que mil palabras. Yo llevo escritas algunas palabras y no he dicho nada todavía acerca de esta imagen y tal vez tus ojos ya la repasaron y tuviste una sensación al verla. Sí, soy yo, en algún instante de mi vida, antes de la pandemia. Estoy en El Dorado, el espacio maravilloso que Xavier y Lourdes han acondicionado en Tzimol. ¿Qué decir? Poco, casi nada. Todo está dicho a través la imagen. En el número 8 de ARENILLA-Revista, correspondiente al bimestre diciembre 2018-enero 2019, escribimos lo siguiente: “Cuentan los cronistas que los conquistadores españoles buscaron con denuedo EL DORADO, un mítico lugar con minas de oro. Hoy sabemos que Gonzalo Pizarro montaba un caballo con herraduras de oro, ¡de oro! Por eso, medio mundo creyó que existían esas fabulosas minas. Ese mito está muy lejano en el tiempo, pero muy cercano en el deseo infinito. En pleno siglo XXI, en ese lugar maravilloso que se llama Tzimol, Lourdes De La Vega y Xavier González han hecho realidad EL DORADO, un espacio prodigioso que, si bien no tiene minas de oro, tiene minas del don más preciado de la humanidad: el sosiego del espíritu y la contemplación. En EL DORADO, de Lourdes y Xavier, los visitantes y usuarios de los servicios que ahí se ofrecen, disfrutan del murmullo suave del agua, del aleteo portentoso de los colibríes y del hechizo del aire vivificante.” Uf, en diciembre de 2018, dijimos: “…el don más preciado de la humanidad es el sosiego del espíritu y la contemplación…” Sí, querida mía, cuando estuve en EL DORADO, en 2018, tuve ese don en mis manos y acá mirás cómo estoy botado en una hamaca, con los ojos entrecerrados, escuchando el fluir del agua del río que está a un lado. Ahí, donde se ven unas gradas, uno o dos metros adelante corre el agua y el rumor de sus pasos es prodigioso, un bálsamo para el alma. Sé que Xavier y Lourdes, con todos los protocolos sanitarios, han reabierto este espacio que, a pesar de la incertidumbre de la pandemia, sigue conservando lo esencial de la naturaleza: la mano que da sosiego al espíritu. ¡Ah!, vi la foto y recuperé ese instante. Sentí el aleteo del aire. Como si fuese el universo, mi corazón se expandió y formó una burbuja inmensa, afectuosa. Ese día hubiese sido prodigioso que me acompañaras. ¿Mirás la hamaca naranja, que es como una sonrisa? Estaba destinada para vos, con sana distancia (no por la pandemia que nunca imaginamos en ese momento sino para que tu novio no se molestara). Habría llevado la novela que leía en esos días (no recuerdo cuál era) y habría leído una página mientras vos escuchabas y luego vos leerías y yo, con los ojos cerrados, en la posición que estoy, habría escuchado tu voz de cenzontle. Pero ese día no fuiste conmigo, porque estabas en Guadalajara, cursando el diplomado de apreciación cinematográfica. Ese día, perdón por decirlo, te perdiste ese instante mágico. Tal vez vos viajabas en un autobús urbano, en medio de los ruidos de la gran ciudad tapatía: claxonazos, gritos, carreras, chirrido de llantas sobre el cemento, mientras yo (gracias, Dios), al abrir los ojos, miraba el manto verde del follaje de los altísimos árboles, guardianes permanentes del río. ¿Qué decir ante esta imagen? Nada. Nada puede decirse ante lo divino. Quienes han presenciado un milagro se quedan mudos. Es una reacción natural. Lo soberbio exige el mutismo. ¿Qué decir ante el milagro de la vida? ¡Nada! El prodigio no requiere palabras. Todo es un acto de contemplación, un modo de recibir el bálsamo del sosiego. Posdata: Sí, yo, igual que todo el mundo, también gocé de instantes de calma, de momentos donde la mariposa infinita aleteaba sobre mi cara. Sí, tengo añoranza por ese momento, pero sé, estoy seguro, que, con cuidados extremos, es posible hacerse una burbuja que dé la certeza de que seguimos vivos, vivos en medio de la crisis sanitaria, vivos inmersos en la incertidumbre. Vivamos. Vivamos del recuerdo y de la vida presente. Ahora vivimos una época que jamás vislumbramos, pero que, después de todo, es, también, una prueba sublime de la vida, que, lo sabe medio mundo, nunca ha sido un viaje sencillo. Por eso, cuando hay la posibilidad de tumbarse en una hamaca, debajo de una sombra, se impone cruzar los brazos y dejar que la lluvia de bendiciones nos moje, nos inunde.