miércoles, 16 de septiembre de 2020

ANTES DE QUE TODO SE ACOMODE (XXX)

Y ya en Comitán, en mi casa, comiendo los guisos ricos de mi mamá y los antojitos del mercado Primero de mayo, me puse a estudiar con ahínco los temas del examen de la UNAM. Mientras Jorge, Quique y Miguel cursaban ya el segundo cuatrimestre de su carrera; y Javier y Pedro preparaban sus exámenes finales del primer semestre de Ingeniería Civil, yo repasaba los conocimientos generales del bachillerato. Me propuse que pasaría el examen de admisión y sería un puma universitario. Sí, entraría a la máxima casa de estudios de México, la que, como dice el video, es “la Universidad de la Nación”, fue casa de los tres premios Nobel que ha dado México: Octavio Paz, Nobel de Literatura; García Robles, Nobel de La Paz; y Mario Molina, Nobel de Química. Por las mañanas estudiaba y en las tardes caminaba las calles de mi pueblo, iba al parque central y me sentaba en las bancas de granito. No faltaba algún amigo que se acercaba y platicábamos. En ocasiones, Memo pasaba a la casa y me decía que lo acompañara, que iría a Tuxtla, avisaba a mis papás y me trepaba a su Mustang rojo. Viajábamos por la única carretera que había, lo que ahora es el camino antiguo. Esa carretera estaba llena de curvas, era peligrosa, pero, al mismo tiempo, regalaba unos paisajes impresionantes, porque era como un horno frío que paría nubes. Un día me despedí de nuevo de mis papás y regresé a la Ciudad de México. Carlos, sobrino de mi tía Anita, también presentaría examen de admisión en la UNAM. Nos acompañamos en los trámites. No recuerdo si trepamos a un taxi, pero una madrugada nos encontramos, con las chamarras y bufandas, haciendo fila en un terreno con casetas donde nos recibieron los papeles y entregaron las fichas; y una mañana llegamos al Estadio Azteca, ¡sí, al Estadio Azteca!, y en lugar de presenciar un encuentro entre el América y Las Chivas, nos sentamos en el graderío y recibimos las hojas con el examen. Los resultados de la UAM fueron publicados en los periódicos un domingo determinado. ¿Cómo sabríamos, los aspirantes a ingresar a la UNAM, los resultados? ¡Por correo! ¿Cómo? Sí, a partir de cierta fecha, comenzarían a llegar los sobres a las casas. Si era un sobre grande, ahí iban de regreso los papeles. ¡No habías sido aceptado! Si, por el contrario, el sobre era un sobre pequeño, adentro iba la carta de aceptación. Así, miles de alumnos regresamos a casa y comenzamos a contar los días del inicio de entrega de sobres. ¡Dios mío, qué espera tan intensa! ¡Qué manera tan sutil y perversa de avisar que ser universitario era un privilegio que no todo mundo recibía! La espera se hizo eterna. Cuando apareció el rumor (sí, también en la Ciudad de México existía eso) de que ya estaban llegando los sobres, Carlos y yo estuvimos más pendientes que nunca de la llegada del cartero. Bajábamos corriendo para revisar la correspondencia. Hasta que una mañana, escuchamos el silbato del cartero, bajamos, recibimos los sobres y vimos que no había sobres grandes, sólo pequeños. Carlos vio en un extremo del sobre el escudo de la UNAM y en el centro su nombre. Abrió el sobre y comenzó a pegar de gritos, a brincar. Busqué y hallé otro sobre, con el escudo de la UNAM en un extremo y con mi nombre en el centro. Mis manos temblaron al rasgar el sobre, cuando vi un papel de color azul, igual al de Carlos, supe que había sido aceptado, ya era alumno de la UNAM, de la máxima casa de estudios de mi patria. Sí, el texto explicaba que había sido aceptado en la Facultad de Ingeniería y que eso era un privilegio que debía aprovechar. La comunidad universitaria me conminaba a poner todo mi esfuerzo para beneficio personal, de mi familia, de la UNAM y de México. Ah, qué emoción sentí. La cochera de esa casa de la colonia Roma fue el escenario donde leí ese texto, lo leí como si el rector de la UNAM estuviera frente a mí y me dijera esas palabras en medio de una audiencia que aplaudía a rabiar. El rector en 1975 fue Guillermo Soberón, quien nació el mismo año que Rosario Castellanos (1925) y en 2020 aún vive. Si alguien hubiese leído el texto de la carta, le habría brincado algo: ¿Facultad de Ingeniería? ¿Qué no fracasaste en la UAM? ¿No te quedó claro que tu vocación no es esa? ¿Electrónica? ¿Qué sabés vos de circuitos, de resistencias, de positivo y negativo? Pero yo, como Gabino Barrera, no entendía razones andando en la borrachera. Estaba borracho (bolo, diríamos en Comitán), embriagado de placer. Subí al departamento, tomé el teléfono que estaba en la cocina y, como en las casas de huéspedes que veía en las películas, pegado a la pared, y dije a mis papás que había pasado el examen, que ya era universitario. Mi papá, con apenas la primaria terminada, me dijo casi lo mismo que la autoridad universitaria, era un privilegio ser universitario y no debía desaprovechar esa oportunidad. Ellos me apoyarían en todo, mandarían la paga puntualmente para mi manutención, para los libros y material escolar, y para mis diversiones. En marzo de 1975 debía iniciar los estudios para, cuatro años después, alcanzar el título profesional. Así fue, un día después que fueron inaugurados los cursos acudí a mi universidad. Un día después que Luis Echeverría Álvarez, presidente de México (quien nació tres años antes que Rosario Castellanos y que en 2020 sigue vivo), se atrevió a entrar a la universidad para inaugurar el curso y recibió una pedrada en la cabeza y tuvo que escapar en medio del rechazo de todos los muchachos que estaban en el auditorio de la Facultad de Medicina.