martes, 2 de febrero de 2021

ANTES DE QUE TODO SE ACOMODE (XXXVI)

Mi papá fue comerciante. Los comerciantes están acostumbrados a convivir con los otros, con los potenciales compradores o vendedores. El oficio es apasionante. Alguien produce un objeto que otro necesita y el comerciante es el puente que permite que un chunche determinado llegue a manos del que intercambia ese deseo por billetes o monedas. Los comerciantes tienen experiencia en ese infinito juego de Midas, donde todo lo convierten en oro, plata o simples y sucios billetes hechos con papel o monedas, también, llenas de microbios. No lo advertimos a profundidad, pero el comercio, tan elemental, contiene un elemento que es como palanca que mueve al mundo: el deseo. Alguien desea un objeto que otro tiene y mediante una sencilla transacción se produce el prodigio de apropiarse de lo deseado. Los expertos saben que todo puede venderse y todo puede comprarse. Poderoso don es don dinero. Hay mujeres y hombres que venden su cuerpo al mejor postor. ¿Y el alma? También se vende. Basta leer el “Fausto”, de Goethe para saber que hay hombres dispuestos a vender su alma al mismísimo demonio, con tal de conseguir un deseo supremo. Todo se vende, todo se compra. Mi papá tenía un dicho que seguía al pie de la letra: “Cuando te compren ¡vende!” Sí, los comerciantes no pueden encariñarse con objetos, no pueden ser coleccionistas de algo. El comerciante sabe que nada de lo material es eterno, todo sirve para jugar el apasionante juego del cambalache. Hay personas que nacieron para el trueque, para el intercambio; hay otras personas que no le saben al juego. ¿Yo? Aún busco la herencia comercial en mi espíritu. Debo admitir que soy mal vendedor. Sí, como todo mundo, he jugado el juego, lo juego a cada rato: compro y vendo. Pero compro más de lo que vendo y lo que vendo tiene pocos compradores. Mis compradores son selectos, exquisitos y, por lo regular, no están a mi alrededor. Sé que el mundo es amplio y que hay miles y miles de personas que desean los objetos culturales que produzco, pero por alguna deficiencia en la construcción del puente, aún no logro que el otro extremo llegue a la orilla donde están los potenciales compradores. Mi papá me heredó ese principio de mercadotecnia y yo lo aplico cuando es requerido. Cuando me compran ¡vendo! Vendo mis creaciones artísticas, vendo lo que produzco: productos culturales. Pero, en la cercanía, los compradores son contados. Mi papá tuvo terrenos en el pueblo. Cuando alguien le dijo: ¡compro!, el siempre respondió: ¡vendo!, y vendió, a pesar de la mueca torcida de mi mamá que sugería conservar esas propiedades. Pero mi papá no sólo vendió, también regaló. No sé traducir en una frase tal principio, tal vez pudiera ser: “Si te nace en el corazón, ¡da!” Si uno se detiene tantito a reflexionar halla una cierta incongruencia en el oficio. ¿Quién, pregunto, es el comerciante que regala el objeto de venta? ¿Quién? Mi papá. Mi mamá decía que cuando mi papá vendía un terreno con un pariente o un amigo casi casi lo regalaba. A mí me encantaba un terreno que tenía frente al parque de Guadalupe, en la cuchilla de confluencia de la parte posterior del templo. ¡Ah, benditos los que viven frente a un parque! Siempre imaginé que sería maravilloso construir una casa en ese terreno y vivir ahí, bastaría abrir la puerta para dar vueltas en el parque, para sentir la caricia afectuosa de los árboles. Ah, pensaba (siempre me ha gustado husmear desde ventanas) que sería genial ver a las personas caminando por ahí, sentándose en las bancas, tomándose de las manos, besándose. Pero un día, un querido tío conoció el terreno y le dijo que se lo vendiera y mi papá, en automático, dijo: “vendo” y lo vendió. Y de igual manera vendió el frente que daba a la calle del terreno anexo a la casa que construyó en la calle de la Matías de Córdova. Su secretaria le rogó que se lo vendiera y mi papá lo vendió, contra la voluntad de mi mamá. La secretaria usó el argumento chantajista de que lo quería para construir una casita donde vivieran sus papás. Mi papá, como siempre, lo vendió casi casi regalado. Poco duró el chantaje, la secretaria (tal vez aplicando el mismo principio de mi papá) vendió cuando alguien le ofreció una buena suma. Sí, a un empleado, mi papá le regaló un terreno que tenía por el Club Campestre, y regaló otro terreno (amplio, de tierra roja) que tenía en la comunidad de San José Obrero. Una vez saludé al hombre que había recibido el terreno y me dijo: “Cumplí lo que tu papá me pidió: a cada uno de mis hijos le di su pedazo y ya construyeron sus casas, para que ahí vivan sus familias.” Y cuando lo escuché algo como una cuerda interna vibró y dio luz, pensé que mi papá había cumplido lo que su conciencia le dictaba: dar un poco de tierra al que tenía ese deseo.