martes, 16 de febrero de 2021

CARTA A MARIANA, CON DOS O TRES CABALLOS

Querida Mariana: nunca tuve un caballo; nunca tuve un caballerango. Ayer, decía en mi carta que hallé en un libro de Armando Alfonzo la palabra tayacán. Tayacán, según Bonifaz, significa caballerango. Nunca tuve un caballo, pero una vez, en el rancho de Quique, me tocó cabalgar sobre un caballo. Cuando lo cuento me siento como integrante de la selección ecuestre. ¿Podés imaginarme trepado sobre un caballo? Yo no. Pero, con la palomilla trepé sobre caballos, en Santa Lucía, rancho del papá de Quique, o en El Salvador, rancho del papá de Jorge. El caballo de El Salvador nunca tuvo nombre, pero el caballo de Santa Lucía ¡sí! No era el nombre real, pero Quique, cuando me vio trepado en ese caballo dijo que se llamaba Filósofo, porque cada vez que daba un paso se detenía y parecía pensar en el origen del relincho o en la existencia o no de cielo para caballos. Me encanta saber que, cuando menos, por un momento, tuve un caballo y ahora pienso que el nombre fue certero y doy gracias, después de tantos años, que me hubiese tocado ese caballo intelectual, que intuía que quien iba sobre él era un inútil en cuestiones caballunas. Acá, en esta fotografía que te envío, está la mamá del Arenillero, cuando era niña. Está en Acapetahua, al lado de un pozo. Ese caballo, con orejas atentas y mirada atenta, en espera de que Hilda le ordene avanzar, se llamaba El Sapo. ¿Sapo? Sí, así se llamaba. Es cosa simpática saber que un caballo es sapo. Segurísimo que lo contrario no existe en la naturaleza, un sapo que se llame caballo. ¡No! Mi mamá sonríe, pero sé que en el fondo piensa: “bobo mi hijo, bobo, yo sí tuve caballo y él no.” Lo piensa cuando le digo que mi Filósofo era mejor nombre que su Sapo. El Filósofo abre más ventanas. Pero luego pienso que mi caballo no tenía la posibilidad de croar, como sí lo tuvo el caballo de mi mamá. Ya te conté que Rosario Castellanos tenía su caballo. El nombre de su caballo tampoco era muy literario. Rosario me vería como cucaracha e ignoraría mi comentario de que, de igual manera, el nombre de mi caballo, Filósofo, era superior al del suyo: Barril. ¿A quién se le ocurrió llamar Barril a un caballo? De igual manera, perdón, en todo el universo no hay un barril que se llame caballo. No cabe duda que El Quijote tuvo un caballo con un nombre genial: ¡Rocinante! Ese sí es un nombre bien puesto. Tiene algo de rocío y de ante. El rocío es el beso húmedo que recibe a la madrugada, y el ante es una piel de tacto de aire. Una vez tuve una chamarra de ante, de color café oscuro. Ah, era mi chamarra consentida, cuando la vestía y caminaba por el antiguo parque de Comitán me sentía un Alain Delon (un actor muy bello, de mis tiempos; hacé de cuenta un Antonio Banderas de este tiempo.) Sin duda que Rosario también tuvo un tayacán. Mi mamá me cuenta que esta palabra no la usaban en Huixtla o en Acapetahua. Allá, en las fincas, usaban la palabra que es más común, la de caballerango. Ella recuerda que su caballerango era de Chicomuselo y en algún momento llegó a trabajar a la Costa Chiapaneca. Muchos años después, ya casada mi mamá, ya con la tienda de estambres en el Pasaje Morales, ella caminaba por el parque cuando un hombre se paró a su lado y le preguntó si ella era Hildita. Sí, dijo mi mamá, soy Hilda. Ay, Hildita, no se acuerda de mí y le dio su nombre y le dijo que él era el caballerango de la Finca Esther, finca donde mi abuelo Enrique, papá de mi mamá, trabajaba como administrador. La niña Hilda trepaba sobre El Sapo y el caballerango chicomuseleño jalaba la rienda del caballo y la llevaba a pasear por las avenidas donde estaban los plantíos de plátano y de tabaco. ¿De qué años es esta historia, esta fotografía? Mi mamá, primero Dios, el próximo mes cumplirá 91 años. ¿Cuántos años tenía en esta foto? ¿Cinco, seis? Era una pichita, una pichita linda. Así pues, la historia que te cuento es, más o menos de 1935 o 1936. Sí, ya corrió agua por el río Grijalva; ya pavimentaron la calle ancha, hermosa, que, en Yalchivol, lleva a la iglesia de la Virgen del Rosario; ya botaron el árbol de Chulul de doña Lupe, en la subida de Guadalupe, que era referencia en Comitán; ya llovió muchas veces y el agua anegó la zona baja del pueblo. Posdata: mi mamá cuenta que en su casa de Huixtla había un pozo como el que acá se ve. En ese tiempo no había agua entubada. En muchas casas abrían pozos en los sitios. En su casa de infancia había un pozo, un pozo para el servicio de su abuela y para el de su mamá. En la casa materna, entre la servidumbre, había una mujer gorda, nativa de Veracruz. Se llamaba María, pero, de afecto, la nombraban Marillona. La tal Marillona estaba acostumbrada a levantarse a las cuatro de la madrugada para ir al pozo y sacar agua para preparar el baño de los niños y para preparar el café y los frijolitos. Cuando la abuela de mi mamá se levantaba iba a pelear con la Marillona, porque ya no le había dejado agua suficiente. La Marillona reía, colocaba sus puños en la cintura de rueda y decía: “No se enoje. Debo estar pendiente de mis niños.”, y regresaba a sus labores. Dice mi mamá que la Marillona era muy alegre. Cuando iban al rancho ponían un disco en la vitrola y la mujer sacaba a bailar a los hermanos de mi mamá. En medio de la sala movía sus caderas como si fueran oleajes del mar de su tierra natal.