sábado, 13 de febrero de 2021
CARTA A MARIANA, CON PALABRA SIMPÁTICA
Querida Mariana: los seres humanos nos comunicamos a través de las palabras, bien en forma oral o en forma escrita. Vos y yo lo hemos hecho de las dos formas (me refiero al lenguaje). Antes de la pandemia nos mirábamos y platicábamos, y luego yo, apasionado del lenguaje, llegaba a casa y te escribía cartas. Ahora, por la pandemia, no nos vemos frente a frente, pero sí platicamos vía zoom o en llamadas por video y sigo enviándote cartas. Seguimos empleando las palabras para sembrar luz en nuestros patios.
Las cartas pasaron de moda. Antes, los amigos, los enamorados, los esposos, los hijos y los padres se comunicaban a través de cartas. Las cartas fueron el gran medio de comunicación y, en ocasiones, alcanzó tales alturas que pasaron a formar parte de la literatura. A la fecha tenemos grandes ejemplos del género epistolar. Porque, estarás de acuerdo, no era lo mismo recibir una carta comercial de don Equis, gerente de una negociación, que recibir una carta escrita por uno de los grandes escritores del mundo. La carta de don Equis cumplía con su cometido: cerrar un trato. La carta que el gran escritor Julio Cortázar enviaba a una de sus muchachas bonitas contenía otra especie de nubes.
Las cartas, lo han dicho los expertos, permiten que la comunicación entre personas adquiera otros matices. El papel en blanco (ahora la hoja blanca de la pantalla) permite una cercanía que no se da en otros espacios. En estos tiempos, vos lo sabés, está de moda el twitter, todo mundo manda palabras a través del pajarito azul. Este medio de comunicación es como enviar un telegrama. Los telegramas de antaño, de preferencia, se circunscribían a enviar mensajes en diez palabras. ¡Ah, eso exigía una capacidad de síntesis! Ahora, el twitter permite enviar mensajes con 140 caracteres. Exige una gran capacidad de resumen, también. Así como antes hubo el género literario epistolar, ahora hay el género literario tuitero. Muchos escritores escriben textos breves, con 140 caracteres, máximo.
Pero vos y yo no podemos comunicarnos a través de tuits. ¡No! Nuestro afecto no puede sintetizarse. La vida es generosa, por lo tanto, la comunicación debe ser como el río Grijalva. El río es ancho, impetuoso, brama a la hora que se desplaza, se precipita por cascadas y da vida a peces, a cocodrilos y a serpientes. Nuestro afecto no permite corsés, nuestra amistad se apuntala en una palabra simpática: vos y yo tenemos un especial maridaje.
¿Las personas ya no escriben cartas? ¡Ah, nosotros somos excepción! Sigo alentando esa cuerda divina: el género epistolar. Claro, ahora aprovecho los chunches tecnológicos y te escribo en un teclado de computadora y te envío mis cartas a través del correo electrónico. Así, al instante, te llegan mis cartas. Es una bendición. No importa que estés en tu casa de Comitán o en la pensión de estudiante, en Guadalajara, vos recibís mi carta en forma inmediata.
El servicio postal de antes sí pasó de moda. El noventa y tantos por ciento de la humanidad que tiene acceso a los chunches tecnológicos, se comunica a través del Internet o por medio de WhatsApp.
¿Verdad que la palabra maridaje es simpática? Tengo amigos que son de espíritu exquisito, que disfrutan la vida a cada instante. Esos amigos, a la hora de la comida, se sientan ante la mesa y, dependiendo de la comida, así eligen el vino que tomarán. La palabrita simpática aparece: ¡maridaje!; es decir, ¿cuál es el vino que realza el sabor de un platillo? Hay vinos que potencializan el sabor de una determinada carne, por ejemplo.
Yo, que nunca he sido un bon vivant, sé lo mínimo, sé que el vino blanco sirve para acompañar al pescado, y que las carnes se acompañan con vino tinto. Mis amigos de gusto refinado no se quedan ahí, saben que hay cientos de vinos y que cada uno tiene un sabor especial y que hay uno que se lleva más con cierto tipo de comida. Cuando se sientan ante la mesa eligen el mejor y miro cómo sus caras se iluminan cuando dan un bocado y luego degustan un sorbo de vino. ¡Ah, sibaritas infinitos!
Pues digo que vos y yo, a través del tiempo, hemos descubierto que hacemos un buen maridaje amistoso, porque el maridaje, dicho en buen comiteco, significa ser encuache perfecto. Nosotros somos los amigos perfectos, así como con tu novio formás la pareja perfecta.
De niño y de joven nunca escuché esta palabra, pero supe, desde entonces, que había alimentos que se llevaban bien con cierta bebida; es decir, que había maridajes, encuaches perfectos. Te he platicado que casi casi todas las tardes iba al cine. Ni me preguntés a qué hora hacía la tarea o estudiaba. Por eso siempre pasé de panzazo las materias difíciles. Iba al Cine Comitán o al Cine Montebello, y mi mamá, bendita mi madre, me daba paga para la entrada y para alguna chuchería. Resulta que la chuchería era una orden de tacos dorados del Cine Comitán con un vaso de Pepsi Cola. Mi papá era distribuidor de la Coca Cola, en Comitán, pero los cines tenían la venta exclusiva de la Pepsi. Así, mi gusto se habituó a comer tacos dorados acompañados con Pepsi. El sabor de ambos refrescos de Cola tiene una ligera variante. En casa, a la hora de comida, no tomaba refresco embotellado, en casa tomaba el agua de limón que Sara preparaba.
Pero, qué cosas de la vida, cuando era hora del recreo en la escuela primaria Matías de Córdova, mi gasto lo usaba para comprar cinco galletas saladas (las que ahora les llaman crackets) y una Coca. Y eso fue el maridaje perfecto. De ahí no me sacaban.
Esos fueron mis maridajes de niño: tacos dorados con Pepsi y crackets con Coca.
En la secundaria, el panorama culinario cambió. Siguió imperando la Coca Cola, pero ahora era acompañada con una gorda, que preparaba Cirito, el sacristán del templo de San Sebastián. La gorda era rellena con picadillo y papa y adornada con repollo y salsa roja. Pero, a la hora de salida, el menú se modificaba. Con todos los amigos entraba a la casa de la tía Elena, quien ponía una mesita con mantel y nos ofrecía vasos de temperante con cazueleja. Sí, ah, ¡qué encuache tan exquisito!
Ahora me doy cuenta que mi niñez fue una niñez alejada de la tradición culinaria comiteca. Sí, mis amigos tenían otros maridajes en sus casas. Muchos recuerdan el atol de granillo acompañado con chinculguajes, o el café de olla con un pan comiteco. En casa no teníamos esta tradición. Yo nunca tomé café, hasta la fecha.
Digo pues que fue en la secundaria, en el patio de la casa de tía Elena, donde hallé un excelente maridaje local: agua de temperante con cazueleja. Pero, acá entre nos, si ahora me ofrecieras este maridaje o el maridaje que nos ofrecía tía Petra, con algo de pena, digo que preferiría las tostadas que preparaba tía Petra. No, no, esas tostadas no tenían nada de espectacular, eran pasadas al comal y luego la tía les ponía un poco de frijol molido y le espolvoreaba queso y, el toque mágico, un chorrito de caldo de chile jalapeño. El caldito tenía que ser del bote grande y debía ser la cantidad precisa, ahí estaba presente la mano mágica de tía Petra. Sí, el maridaje de una sustancia con otra tiene mucho que ver con la mano de quien prepara un platillo. Los cocineros tradicionales del mundo conservan el secreto.
Cuando estudié en la Ciudad de México, ¡qué bobo!, descubrí un maridaje perfecto entre las Sabritas clásicas y la cerveza Caguama. No sabía igual la cerveza de bote o de botella pequeña, ¡no! Es una bobera, pero la mezcla perfecta tenía que ser una Sabrita y vaso de caguama.
Si esto lo supieran mis amigos sibaritas se botarían de la risa. Mis maridajes han sido maridajes modestos, casi de país tercermundista. Mientras ellos disfrutaban caviar con champaña (lo digo por decir, no sé si el caviar hace maridaje con la champaña) yo disfrutaba un vaso de caguama con Sabritas. Uf. Qué medianón.
Ahora ya no bebo cerveza, ni aguas con dulce o gasificadas. ¡No! Ahora bebo agua con limón, sin azúcar. Y, en esta época de confinamiento, he aprendido a hacer pan con harina integral, agua, bicarbonato, miel y aceite de oliva. Este panito lo adorno con cubitos de ciruela pasa. Y he aprendido, también, que este pan hace maridaje con jalea de pera que prepara mi mamá. Tal vez mis amigos de gusto exquisito le hallarían el gusto de este pan, como postre, y lo acompañarían con algún vino de sabor dulce. No lo sé. Lo digo sólo para confirmar que cada sabor tiene su encuache. Por eso digo que vos y yo hacemos un buen maridaje. Nuestro afecto es un encuache perfecto. Como perfecto, gracias a Dios, es el hilo de luz que envuelve a tu novio a y vos. Sabés que siempre pido a Dios que te mande gajos de felicidad para que los saboreés a cada rato. ¿Con qué vino se lleva bien el gajo de felicidad?
Posdata: mis amigos sibaritas podrían decirme cuál es el vino que se lleva bien con el tzisim. Sé que acá lo comemos acompañado con una cerveza o con una copa de tequila o de comiteco. Pero, quiero pensar que también puede tener maridaje con un buen vino. Alguien debería enseñarnos para luego compartir este conocimiento con el mundo. Ah, eso colocaría al tzisim en la misma mesa donde aparece el caviar.